Niño de papel

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Aquel niño de papel periódico conocía todas las palabras diferenciadas por las ideologías humanas, desde la invención de las letras hasta las que reflejaban los conceptos con pretensión de anticipación, todas las necesarias para transmitir los puntales de los credos e inclinaciones humanas, las que elevan al espíritu, las que escarnecen con la leperada. Era una figura repetida en la unida multiplicación al rigor de las dos hojas de las tijeras. Alguien deseó encumbrarlo con un nombre traído de la práctica asiática, pero él, por disposición y origen, prefirió el sencillo y sin mayúscula “niño de papel”.

Él posee múltiples, incontables manifestaciones. Alguna vez llevó en su cabeza, pecho y extremidades las palabras escritas en algún periódico revolucionario, otras el texto fundamental de la religión vigente, de aquel chocarrero documento —más vilipendio que razón— contrario al caudillo exaltado o el de más allá cuya finalidad era el dicterio, el desprestigio del oponente en la jauría politiquera. En épocas de degradación, entre las piernas aparecían fragmentos de términos para el desdoro de la dama pomadosa, la apostasía del encasullado beligerante y la frase grosera para “informar” del daño irreparable entre semejantes.

Algún afín surgió del humilde papel de estraza, pocos más de la abrillantada cobertura de un regalo navideño, otro oreaba su estructura de papel de china para hermanarlo con la volátil fragilidad de un papalote; aquel medio hermano hace muchos años llevó un esmirriado distintivo con mal disimulado orgullo, otro el anuncio del reconstituyente corporal y uno más recibió de alguna luz beatífica una maldición con dedicatoria al malvado chamaco que tijereteó el libro sacro para hacer con sus hojas un ejército de monigotes enfrentados a los rústicos personajes impregnados con aroma de taller, de confitería o con el aristocrático dulzor de la perfumería.

Huele a tinta recién impuesta sobre el papel, imita malamente un billete de alta denominación extraído de un mensaje bancario o parte del ropaje que una remota dama encopetada vestía en el acto protocolario que a él y a muchos nos tiene sin cuidado. Posee el aroma múltiple del comercio y el sudor de muchas manos que hojearon y ojearon el horrible asunto delictivo o el poco atendido discurso del funcionario cuya existencia apenas si es considerada. No falta en alguna de sus partes una fracción de la tira cómica ya rebasada por la animación electrónica o el cercenado horóscopo que deja más dudas que certezas.

Alguien sin miramientos le dio presencia con la hoja de la revista de divulgación en la que abundaban los conceptos someros de la ciencia para establecer un vínculo más en el entramado humano y, fuera a propósito o de manera accidental, dejó por cabeza la bella imagen del halo solar bajo un cuerpo negro generador de una noche forzada y —habremos de decirlo—en el oprobio de la dejadez, aparecieron desvergonzadamente retazos de figuras de esas denominadas sin juicio alguno, pornográficas.

El rústico, el casi extinguido “niño de papel” todo lo sabe y en su estructura carga con todas las palabras y aberraciones grotescas del ser humano. Él es el ganapán postrero en el encumbramiento del talento humano y de sus miserias, del discurso de unidad y la veleidosa respuesta a las necesidades comunales; en el quedó para orearse finalmente la palabra ¡sí! y el oprobioso ¡no!

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