Para don Juan Guillermo Wario Díaz
En el cerro de “La Bola” el aire es puro y poderosos, cuando viene con humedad arrastra los sonidos de allá abajo y, a veces, hasta un ligero murmullo del río, el aroma de la bosta en los establos o de los alimentos preparados con el fragor de la leña; al altillo íbamos con calzado inadecuado para unir el total del entorno infantil; aquella columnita de humo de la panadería entre murmullos opacos proveniente de los planteles escolares, de los establos tras la ordeña y la llegada del ferrocarril a la estación.
En la distancia, empequeñecidas las construcciones referenciales: La Parroquia, las diversas torres con sus cruces por cúspide, el Puente, las huertas aromáticas… desde ahí, la imaginación marcaba el predio donde vivía aquella niña de ojos negros y piel morena, algunas propiedades con sus cercos limítrofes en las casas residenciales antiguas de gruesos muros de adobe. Era la atalaya preferida para emular la perspectiva de un halconcillo y gozar de cerca el revolver vertiginoso en la inmovilidad de las nubes aborregadas, cresta de hormigueros y madrigueras de tuzas en sus faldas, suelo reacio al verdor, refugio de algún evadido transformado en leyenda reiterada entre yerbajos rescatados en temporada de lluvias, polvaredas mustias aplacadas por una florecita colorida o el rebrote de los “dientes de león” en temporadas favorables para reventar la redundancia rocosa requemada por el Sol, serenada con luz de la Luna.
Ahí, bajo ese azul traslucido de blancos dorados en gama de enrojecimientos en sus atardeceres, rara vez llega el sacro coro de las aves, el sordo arrastrarse de los pocos reptiles, no era el espacio frondoso para el romance erótico, era el sagrario en suspenso para el inicio dificultoso de la vida: peñasco sin esperanza, prieto el ánimo, menudas y apretadas ramificaciones sin fragancia… Hasta allá nos guiaba Juan Guillermo, animosos ―con calzado inadecuado― para unir de un vistazo el entes y el recuerdo del entorno infantil.
