Luna nueva

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Llueve sobre las “huele de noche” y el camino que fuera nuestro. Busco en la profundidad del cielo umbroso la esperanza en la estrella de la mañana para encontrar sólo las gotas estalladas en el rostro. Queda en presente el recuerdo terso de su mano izquierda asida a mi derecha para guiar el paso lerdo dentro del túnel de la densa negritud en el espacio de la Luna Nueva.

No la designaré por sus nombres divinos: Deva, la deidad hindú; la fenicia Astarté (Ninnin, en sumerio, Ishtar en acadio); la romana Diana o su antecesora griega: Artemisa. No viene a mí con designación de Selene o en el masculino Teccuciztecatl (mexica) ni la identificación lunar con el nombre maya de Ix Chel ―y me niego a pensaren ella como la Coyolxauhqui destrozada―; tampoco la afrentaré a la manera de Julieta juzgándole de inconstante, ni es a quien eclipsar por las horas del conjuro; no le nominaré reina o pupila de la noche ni sosias en la hechicería; su presencia estremece cuando acompaña al amanecer, prolonga la vida en mil y una noches para cantar sus enseñanzas con vibración de arpa, voz en salterio, libación de arias con voces sombrías. Bajo su paño viridina yace la melancolía, presagio pulsante en el olvido para medir con escala diferente el transcurrir de la vida; la belleza en la evocación de la noche da destellos al rocío; solo la evocaré con el canto gitano de García Lorca y guardaré su apariencia y potencias con analogía al caracol.

Algunas noches al mirar el reguero de estrellas entre velos de neblina baja, surge un maullido lejano, lastimero y el ulular de los búhos compañeros de una sombra furtiva entretejida en las ondulaciones de las nubes.

Pero quizás es ofuscación de adulto por recibir la pálida luz de la luna a través de la ventana en el transcurso del sueño nocturno.

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