Nadie más que ellos

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Los competentes son seres privilegiados con gran sabiduría; saben dónde girar a la derecha y cuándo mantenerse en la izquierda, de las cosas propias para el día y las correspondientes a la noche; ellos, para evitar cualquier contradicción incómoda, nunca miran a las estrellas.

¡Oh, bendición de la naturaleza! Con su excelente oído, paladar y vista, determinan el nivel adecuado de una nota y el vigor del líquido en un vaso, el color en un lienzo, el traspié de aquel hermoso cisne y la capacidad de un corazón (o el hígado o el cerebro) para disfrutar y ser feliz. Yo —mala entraña y peor cabeza— a veces invierto el consejo: oreo de noche lo que la mañana me dio y lanzo la plegaria al amanecer para recrear el sueño turbulento e interrogar ilusionado ¿vendrá nuevamente al atardecer con el jadeo contemplativo?

No se virar adecuadamente: elijo el sendero siniestro si lo engalana una sonrisa, voy a la derecha cuando la hierba resulta fresca y perfumada; en este malhadado ejemplar los sentidos son la roseta con dieciséis oportunidades para entonar el himno de la preservación a cuatro manos incansables, un puñado de uvas en la mesa y un trozo de pan con queso en el platón.

Una noche estrellada recorre el pasado con pinceladas briosas y espesas, amanece con un lucero azul y el suspiro fugado, estremecida en la visión de un aroma inigualable, con un sabor rumoroso, un tono en sordina y la ternura de un contacto que por un momento fue exclusivo.

Esos egresados de la escuela de la perfección evitan las corrientes de aire con su promesa de lluvia, algunos, diariamente necesitamos un viento fresco para agitar la rala cabellera, para estrujar el lagrimar y elucubrar una profética tormenta con el anhelo noctívago errado en el sendero o, ya de menos, reingresar un fragmento vivificante en el recuerdo. Los que todo lo saben ordenan el destello y su estruendo en orden invertido; no conocen el nombre al despertar ni el ahora herrumbroso sabor olvidado en una copa, en una taza, pierden el calor junto con un denominativo sin importar el tono susurrante de aquella a quien le juraron —¡por ésta!—, que esta vez sí fue inolvidable.

En tanto leí tres o siete textos, ellos ya llevaban en su cabeza trescientas cuarenta y tres afirmaciones rotundas y con leve esfuerzo la Biblioteca de Washington les queda en deuda. Ellos jamás yerran y siempre miran por sobre nuestras cabezas. ¡Qué le vamos a hacer! la fortuna genética les otorgó un grado de excelsitud que para muchos —para mí— son imposibles, por eso, pensamos/penamos y con ello nos equivocamos. Pero ellos, los bien gestados, los que acudieron a la gran escuela de la perfección, cantan para agradar sus oídos, aplauden sus méritos personales y ensalzan una belleza inexistente, no les agreden las sorpresas en la vida ni las exigencias de reloj, administran la paciencia del otro y desesperan por la incomprensión de los hambrientos frente a un pastel imaginario; no hay silencios ni equívocos, van holgadamente por la vida y por sus modas sin preocuparse por el frío, por el viento, por la lluvia nocturna: para ellos no hay manzanas ni arcoíris en el horizonte; ellos saben a qué hora orinar y a quién escupir, porque en ellos, los competentes, todo es afirmativo si así lo aseveraron: el triunfo es de ellos en donde les pongan y, desde cualquier ángulo que les veamos: no hay nadie más que ellos.

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