En lo alto, un azul pregonero de lluvia fina, en el horizonte la contorno de El Volcán de Fuego recortado por la ramificación del árbol símbolo.
La hojarasca recorre las banquetas a paso de viento, calles con estructuras fijas en su origen y afanes, nacimientos y rogativas aromatizadas por los cafetales y arboles cargados con frutas e historias profusas y juego de niños al ritmo de amaneceres retadores del temporal y un abigarrado de vapores de flores revividas en cada reiniciar de la vida, ámbito del viridina y el dorado arrullo de torcaza ensortijado en el viento fresco.
Hay palmas victoriosas ante el continuo temporal, abigarramiento de vahos provenientes de fogones revividos en cada ritual de la vida local en oleadas del aromático café local. Las casas, las calles y las plazas adquieren la efusión al despuntar de la Primavera; fachadas de adobe y piedra alguna vez silenciadas con festones, otras agitadas con la cohetería ceremonial… la floración dorada desmadeja recuerdos y voces, cantos de guitarra y violín en asociación a la voz profunda de un tecolotito.
En el disco dorado regresa a nuestra conciencia la figura del conejo, redondel armonizador con la flor del predio familiar, del árbol bajo el cual ―alguna vez― perdimos la voz y el equilibrio; horas serenas entretejidas a un pasado con imágenes de cabelleras desatadas…
Florescencia, polvo de hadas vibran en la copa del árbol entre el aroma domestico del pan y el queso, de granada y de limón en mezcla con aguardiente de caña para un regreso continuado hacia la infancia entre aleteos de murciélagos noctívagos y ensueños de serranas ardillas.
Allende, de oyameles es el frágil cerco protector del Nevado, los encinos levantan sus verdes estructuras agitadas por el viento del este con susurro de jilotes en el sembradío…
Las nubes aborregadas preludian la renovación con la belleza de la Lluvia de Oro.
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