“De todos modos Juan te llamas” es una película perteneciente al cine experimental del Centro de Cine de la Universidad Nacional Autónoma de México (Unam). Su directora fue Marcela Fernández Violante y entre los protagonista estuvieron Jorge Russek, Juan Farrera y Rocío Brambila. Se estrenó el 23 de diciembre de 1976.

La película cuenta lo acontecido durante la llamada Cristiada, época correspondiente a los años 1926/1929, etapa cuando se enfrentó la Iglesia Católica contra el Estado Mexicano, debido a que el presidente Plutarco Elías Calles (1924/1928) quiso aplicar a rajatabla el Artículo 130 de la Constitución Política Mexicana que obligaba a ministros religiosos y practicantes de cualquier rito, a restringir las actividades de culto sólo a las parroquias y evitar a los ministros religiosos participar en cuestiones políticas.

Este hecho, que incluyó el cierre de templos y persecución de sacerdotes en todo el país, ocasionó el levantamiento en armas de los creyentes y retar al gobierno en el terreno militar. Fue la llamada Guerra de los Cristeros o Cristiada, nombre que hace referencia a su grito de batalla: “¡Viva Cristo Rey!”.

El sucesor de Calles, Emilio Portes Gil (1928/1930), cerró ese capítulo armado, con la intermediación del embajador de Estados Unidos en México, Dwight Morrow, y la participación de la Iglesia, con el apoyo de El Vaticano, y el gobierno federal. La película citada da cuenta puntual de la forma cómo se concluyó la Cristiada.

A partir de ese momento (1929), las relaciones Estado-Iglesia entraron en una especie de “relación nicodémica” (tomada del nombre del fariseo Nicodemo, quien, por las noches, visitaba a Jesús), es decir, el Estado no aplicaba, en la práctica, el Artículo 130 constitucional y la iglesia no intervenía en asuntos de Estado. Convivieron en santa paz, hasta el restablecimiento de las relaciones entre México y El Vaticano, durante la presidencia de Carlos Salinas de Gortari (1988/1994).

Esto no quiere decir que durante ese largo periodo de “relación nicodémica” no haya habido cercanía y hasta colaboración entre Iglesia y Estado. Ver a altos funcionarios del gobierno mexicano arrodillarse y escuchar devotos la misa en la capilla de la Virgen de Guadalupe cuando visitaban Nueva York hablan de ese modus vivendi que en México lo obviaban, por supuesto.

Todo lo anterior viene a cuento por lo que sucedió ayer en la Ciudad de México cuando varios miles de católicos, a convocatoria de la organización Marcha por la Familia, recorrieron Paseo de la Reforma, desde el Auditorio Nacional hasta el Ángel de la Independencia, donde convergieron con su contraparte: Movimiento Gay que exige respeto a sus derechos para vivir como familia; distinta a la tradicional, conformada por hombre, mujer e hijos.

Días previos a la realización de ambas marchas, algunos analistas informativos y agrupaciones partidistas, como el Movimiento Regeneración Nacional (Morena), intentaron politizar estas manifestaciones e identificarlas con la Cristiada. Craso error. Lo hicieron sólo para jalar adeptos a su causa en tiempos preelectorales.

En México, arriba del 70 por ciento de su población es católica, lo que incluye a muchas familia (y en algunos casos hasta a ellos mismos), pertenecientes a legisladores y políticos que defenestran esa expresión creyente.

En las últimas décadas, otros credos, especialmente los denominados cristianos, han ganado terreno en México, al igual que muchos jóvenes que no practican ninguno de ellos, como también quienes son abiertamente no creyentes, pero México conserva esa mayoría católica, aunque no necesariamente practicante, sí mantiene los valores de la fe de Roma.

Hasta muy entrado el siglo pasado, cuando México era de mayoría rural y, por lo mismo de situación económica precaria, las dos únicas formas de salir adelante eran emigrar a Estados Unidos para trabajar como indocumentado (braceros, se les llamaba entonces) o ingresar a un seminario religioso para capacitarse y “ser alguien”, aunque no necesariamente tuviera la vocación religiosa para ello ni le interesara en el fondo abrazar ese tipo de vida.

No había de otra. La razón es sencilla: el sacerdote, junto con el médico y el maestro, constituían los únicos líderes conocidos en los pueblos. Estudiar medicina o la Normal costaba mucho dinero. Estaba fuera de las posibilidades reales de las familias rurales o pobres urbanas. Los seminarios ofrecían becas, mediante el denominador común de llevar vocaciones. Era la única alternativa. Hacia esa vía se encaminaban miles de jóvenes y hasta niños como la única forma de salir adelante y era todo un orgullo para las familias tener un hijo sacerdote o una hija monja.

Ahora la vida es distinta. El mundo global, con todos los defectos que, indiscutiblemente, tiene, por una parte, y el descenso en el número de hijos de la familia moderna, por el otro, ofrecen una amplia gama de posibilidades de desarrollo humano para la inmensa mayoría. Habrá casos que nunca sería así, pero esto entra dentro de la denominación general de casuística.

Lo mismo puede decirse de la sociedad. Es más tolerante en todas las manifestaciones y expresiones humanas. Ya no se ven las leyendas que, antes, adornaban las puertas de muchos hogares: “Este lugar es católico y no admite propaganda protestante” (nombre con el que se conocía a los ahora cristianos). Aprendió que lo importante es el valor de la familia y la admite, tal como sean sus integrantes.

Por supuesto que siempre habrá intransigentes y dogmáticos, como en cualquier manifestación de la vida humana. Siempre serán los pocos. Excepciones que confirmen la regla.

En el mejor de los casos, es condición humana. También, porqué no decirlo, oportunismo político para sacar raja grillesca de cualquier evento que se les presente a quienes sólo desean congraciarse con sus líderes.

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