Una vaporosa hija de «La Fidelita»

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2 y 3.- Aspecto de “La Fidelita” en los patios de la estación de Acámbaro, Guanajuato, actualmente sede del Museo del Ferrocarril. (2.- guiaturisticamexico.com 3.- eleconomista.com.mx)

En la explanada un organillero con su uniforme caqui movía acompasadamente la manivela para enfatizar con “El son de la Negra” 2 escondida en las entrañas del cajón Harmonipan la bienvenida o la siempre inquietante despedida de un alguien cuyo cariño extrañaremos, mientras su compañero ―gorra en mano― recolectaba lo que buenamente aportaran los transeúntes para preservar un sonido que retraía la memoria a tiempos románticamente añejos y siempre “mejores”. El nerviosismo dominaba antes de llegar a la estación Buenavista 3. Traspasadas las puertas abatibles estaba el principio de un universo paralelo que inicia con la poderosa “negra” para terminar con el inconfundible cabús. —Aquel señor que tiene su gorra con visera ¿es el maquinista? —¿Por qué hay unas lámparas a los lados del carro pequeñito y amarillo? —¿Ya le muestro los boletos al revisor? —¿Y la maleta con mi ropa dónde quedó?… “El Son” resuena en el zarandeo del convoy después del penoso inicio en las barras de acoplamiento de la máquina del ferrocarril y el aletargador traca-traca cuando el silencio suplía a la plática entre desconocidos que contaban todo lo adecuadamente debido y algunas cosillas fruto más del anhelo y la invención que fundamentadas en la realidad.

Un viejecito parlotero, desdentado y con ojos llorosos narraba a quien le atendiera la tristísima historia de un “carne de leva” y afirmaba no le era propia y con su cuento, ritmado por el cabeceo involuntario, late la figura de los cientos de seres impulsados por un ideal ajeno para morir sin una razón personal en tierras lejanas, donde ni sus padres, hermanos, amores ni el fiel tuso supieron la hora y el día para sepultarle convenientemente o, de menos, dedicarle un recuerdo cada año: muertes atroces de las que todos los bandos negaban alguna responsabilidad.

La memoria recrea la labor interminable de «la gente del riel», el ladrido circular de los perros de rancho, el destello del sol sobre los árboles y el vapor en la cañada aletargada; los sembradíos, las desperdigadas casas extremadamente rústicas poco más allá de los inmovilizados vagones desechados a lo largo de la traza que fueron acogedoras vivienda con sus macetas de lata con geranios colgadas a los lados de las puertas, con ventanas abiertas en donde no las había, adornadas con unas cortinitas coloridas agitadas por el viento a nuestro paso.

Hay momentos para la modorra beatifica y eran un extra en compra del boleto para un viaje en el ferrocarril; había un tiempo alargado sobre paralelas, sin urgencia, sin premura, para bajar a desentumir los huesos y «estirar las piernas», para subir al vagón —las damas y los niños primero—, con la reiterada esperanza del alimento formal, porque en la próxima estación —después de un tentempié en las dos o tres previas— tomaremos un café caliente, un atole, unas «hojas», un vaso con leche armonizado a un pan recién horneado o un dulce local para culminar el ayuno; quizás adquiramos alguna prenda de vestir para derrotar la frialdad todavía adherida a la espalda que el grueso plástico verde que cubría la esponjada banca doble imponía a los viajeros a los que no les alcanzó el presupuesto para rentar un lugar en el vagón “de primera”, comodidad lejana con el histórico “Tren amarillo” o la todavía cercana visión de “El olivo”..

En los andenes esperaban pacientemente los perros —y los gatos en los tejados—, hijos o nietos de aquellos vistos en las estaciones anteriores y padres, seguramente de los habidos en las próximas, que anticipaban la oferta del estruendoso voceador que actualizaba parcamente sobre la realidad nacional y las lejanas, del vendedor de billetes de la lotería nacional con “el huerfanito” de la fortuna, del «bolero» que diestramente aseaba el calzado en tanto los trabajadores del tren realizaban sus complejas tareas para agilizar la transportación y a la vez apartar la carga encomendada a su cuidado. Ya avanzada la mañana, una señora recorría los vagones con su charola para ofrecer los vasos llorosos de aguas frescas y, tras ella, un señor que en una tablita  agujereada llevaba incrustados unos conos con la nieve predominantemente de limón… Alguna vez un niño despistado regresó al vagón equivocado en donde alborotó al pasaje hasta que, auxiliado por los viajeros, encontró nuevamente la protección de sus padres que hasta ese momento supieron del extravío del crío.

En un viaje por ferrocarril la distancia y el tiempo eran preámbulo y suma de cuantos verdes y ocres hay en cada espacio de la naturaleza, los cientos de tonos tostados y cafes  profundos entre los múltiples vientos, las planicies con sus chaparrales extendidos hasta los lejanos montes adornados con desperdigados y obstinados magueyes, un coyote alelado por el paso estruendoso del monstruo metálico y un bosquecillo pregonero del espacio de una charca elevada temporalmente al rango de laguna por las lluvias recientes entre parcelas alineadas hasta el horizonte con sus colores mudados en azul y violetas para significar la profundidad de las amplias perspectivas en donde un árbol solitario muestra los estragos de un rayo que le rajara, le hiriera arteramente sin interrumpir del todo su vigor; en la lejanía una yunta y un sembrador descansaban antes de hendir el rompido para la siguiente temporada. El azul del cielo y la exuberancia colorida del entorno natural repetido en el rebozo de la vendedora de quiotes, semillas, cacahuates salados o enchilados… avisaba a los adormecidos la llegada a una construcción vejestoria en la que lengüeteaban las vacas y los chivos el salitre brotante en el adobe de sus muros. Bajo la visión fugaz de los «durmientes» y del puente de piedra —en una población de la cual ya ni preguntar el nombre pues el santoral ya dio vueltas y revueltas al enlistado oficial y algunos no reconocidos—, había un río crecido y bullente en donde unos niños refrescaban sin pudicia su desnudez. Pausadamente el habla de los lugareños cambiaba casi imperceptiblemente de una escala a otra. Después de un cabeceo y la tercera revisión al periódico ya prestado a dos o tres vecinos, surgía un mazo oscurecido por sus continuas apariciones, con él, después de dos o tres «manos», el inicial «usted» llegaba a un tuteo silbado.

La locomotora 296, Fidelita, el día de la inauguración, 10 de junio de 1944, poco después de salir de la estación de Acámbaro con dirección a Tacubaya. (Fotografía tomada por el maquinista Luis Téllez.) wikimexico.com

Ya para la comida no faltaban las rusticas y apetitosas enchiladas con papa, zanahoria, lechuga, crema y queso; los tacos dorados, una gruesa tortilla con arroz y un huevo cocido; cogollos de lechuga con jugo de limón y un poco de sal, frutas locales de temporada ya descortezada o en trozos sin despreciar alguna que otra golosina o bebida transportada en una cubeta por el «checador» ahora en su misión de vendedor entre parada y parada: ¡refrescos, cervezas! porque la hora ya lo permitía para los adultos, oferta aprovechada hasta por los pasajeros con posibilidades para el servicio en el carro comedor.

Al atardecer dejamos del lado derecho una larga, interminable cerca de piedras donde unos vaqueros afanosos corrían a los toros y un inquieto chamaco emulaba la imprudencia tildada de valentía que en la canción le impusiera a un toro el calificativo de «asesino», espacio previo a la siempre inquietante oscuridad de un largo túnel que resulta una maravilla y motivo para el surgimiento de un temor atávico, en tanto, arriba, en la lomita, a paso lento, una reducida comitiva —entre música de banda y cohetería— va camino del cementerio y esa visión inutilizaba el discurso del “miércoles de ceniza”.

El vapor grisáceo surgido de la máquina subía con pitazos para unirse a la blancura de las nubes que sombreaban el pie del montículo con pretensión de cerro en donde estaba el cerco de carromatos y campamento de las familias errantes, quizá la de aquella gitanita de negra melena desparramada sobre sus hombros y en los sueños de una infancia abandonada que despertara inquietudes reprochables ante el cura… Regresa el empleado de la compañía ahora con una caja de madera con las tortas o el novedoso sándwich.

Las estaciones principales son de piedra y ladrillo rojo (algunas conservan sus muros de grueso adobe y la viguería para su techumbre) al estilo inglés; las secundarias son un largo galerón construido bajo el mismo patrón y de madera oscurecida o cubierta con el verdín propio de la temporada. Está fresco el recuerdo del tanque con agua elevado por un entramado de maderos, las carretillas en la espera de los bultos en el andén, el sonido en fuga de los semáforos de señales, el agitar de manos que suplen al ¡adiós! y el grito perentorio de un ¡Váaaamonos!

—oOo—

En el presente, al finalizar un día atareado, vuelve el regusto de un viaje nocturno con la luna llena en búsqueda de un destino lejano en donde esperan los colores, los sonidos y aromas de un río, de sus huertos, las guedejas de las mazorcas a punto para su colecta… y la extrañada sonrisa y los ojos negros en ovalo moreno de aquella Hortensia niña/adolescente. Un viaje en ferrocarril era un engarzado del deseo por llegar con un misterio a eternizar, halados por una “negra” briosa, bellamente vaporosa que pitaba y soplaba para informar que allá vamos, que en ella vamos.


1.- «La Fidelita»; nombre dado a la primera máquina a vapor construida en los talleres de Acámbaro, Guanajuato, por los obreros del ferrocarril comandados por el maestro mecánico José Cardoso en el año de 1944. De ahí que otro de sus sobrenombres fuera el de «La novia de Acámbaro».
2.- Para una somera y divertida comprensión en la evolución sonora y de las múltiples dotaciones instrumentales de este Son, vale la pena una visita a “Sones de Mariachi—Blas Galindo (1910-1993” publicado por Juan Arturo Brennan en musicaenmexico.com.mx, incluye versión audiovisual con la Orquesta Filarmónica de la UNAM dirigida por Avi Ostrowsky. Por otra parte resulta un placer la lectura de “El mariachi. Símbolo musical de México” del doctor en antropología e investigador Jesús Jáuregui. Instituto Nacional de Antropología e Historia, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Editorial Taurus. Noviembre del 2007.
3.- Actualmente la Estación Buenavista es principio y fin para el recorrido del Tren Suburbano con siete estaciones con fin/principio en Cuautitlán (Fortuna, Tlalnepantla, San Rafael, Lechería y Tultitlán, como estaciones intermedias en su dirección norte). La estación Buenavista de los Ferrocarriles Nacionales de México (FNM) en su segunda imagen (durante el ejercicio presidencial del Lic. Adolfo López Mateos) inaugurada el 8 de marzo de 1959 (misma fecha asentada por el ingeniero Oscar LC en su Historia del Ferrocarril en México. historiaferrocarriles.blogspot.mx 6 de septiembre del 2017) poseía doce vías con seis andenes. Era el lugar mágico de salida y llegada de los Ferrocarriles Nacionales de México, tenía una enorme pantalla eléctrica al frente de su gran vestíbulo y tras las grandes puertas de cristal los prolongados andenes para el ingreso al tren correspondiente. Uno revisaba con inquietud, una y otra vez la fecha y hora en el boleto para no incurrir en equivocación y perder la salida.

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