En la vorágine de la vida ya pocos miran la sombra de un gnomon natural o levantan la vista para establecer mediante la inclinación del sol o la mudable luna el transcurso del tiempo y el horario correspondiente al momento.

La mayoría de la población hacinada en los pequeños, medianos y grandes espacios posee uno de esos modernos aparatos (celular o móvil, según lo prefiera) en los cuales, independientemente a la comunicación oral o escrita vía satélite, aparece en grandes números la posibilidad de la hora exacta que marca el momento más o menos preciso en que disfrutamos o penamos en la vida con la determinación casi ignorada —por su disponibilidad— del año, del mes, del día, la hora, el minuto y el segundo en el «presente» y, si somos un tanto «sabios» en el control del dicho aparatito, hasta las festividades grupales o individuales nos las indicará la herramienta o, ya de menos, en el arcaísmo desenfrenado, poseerá un reloj de pulsera con manecillas impulsadas por la energía de una pila de litio, e, inclusive “virtuales»

Ya quedó refundida en el pasado la consciencia del natural orologio íntimamente relacionado con el calendario prioritariamente solar, lunar o mixto según sea esta, aquella o la civilización de más allá. El objeto técnico y artístico poco o nada nos ofrece en la rebasada historia de la comprensión temporal respecto a su valía agrícola que obligó al hombre para su medida.

Los museos en el mundo preservan algunas de las manifestaciones mecánicas para la «apropiación» del tiempo en la creatividad relojera de la humanidad. A veces la valía de su mecanismo interior es lo destacable, en otras muestras, la apariencia exterior es la que fija su importancia en dichas materializaciones de la dedicación humana.

Relojes de piedra, relojes  florales (medición lograda con el estudio de a qué hora abren sus corolas las diferentes flores armoniosamente sembradas en el jardín), cuadrantes solares, clepsidras, reloj de fuego (un cirio dotado a diferentes alturas con pequeñas bolas de metal que caerán acompasadamente en un platillo metálico en espacio temporal más o menos acertado, o con una cápsula de aceite graduada de la cual surgía una mecha), relojes de arena terrestres o marinos, astrolabios, relojes de rodamiento con una amplia diversificación de acuerdo a su origen y materiales dividido en doce fracciones del círculo —en los primeros ejercicios de medición mediante este sistema el cuadrante giraba bajo una saeta fija y es hasta antes del barroco cuando las cifras aparecían a la manera romana del clásico, es decir, la numeración convencional y consecutiva, salvo que la hora correspondiente a la cuarta hora (IV) aparece representada con la solución IIII, con su reaparición durante el Imperio de Napoleón I (resulta de interés destacar que fue en los inicios del siglo XIX cuando las carátulas adquieren la aguja del minutero)—, el «de bolsillo», de pulsera y el atómico cuya exactitud dependerá de la calidad del cuarzo utilizado para sus circuitos con un etcétera apasionante en la historia de la humanidad y su inventiva para el control de cada hecho en la vida: el reloj controla y fija el conocimiento de toda una evolución en la lucha con los rigores atmosféricos, de lo temporal, de las estaciones, de la latitud, de la capacidad económica de una sociedad, de la política… Cada una de tales soluciones encontró infranqueables problemas que obligaron a su evolución, adaptación y transformación paulatina: los densos nubarrones, la congelación del agua, el viento, la calidad de la arena inutilizaban la finalidad de estos antecedentes para inaugurar un avance en el control de la vida.

Este aparatito es aún motivo de gran competencia entre las naciones y la adopción (para muchos incómoda adulteración), de la propuesta que rige el cómputo a partir de Greenwich: «horario de verano», «horario de invierno» con claros intereses bursátiles. Cada una de las regiones especializadas en la fabricación masiva de relojes posee su «scuela» y para cada cual su diseño, algunos de extremada sobriedad con prioridad en su funcionalidad y otros decorados de manera alucinante. Los reyes y principales de las épocas financiaron la obtención de mecanismos reguladores con patronazgo en los talleres de reparación y creación en sus mansiones. Caso destacado —no el único— en la monarquía francesa fueron Louis XVI y su María Antonieta, ambos interesados y coleccionistas de tales aparatos. Hoy sujetamos la vida natural al dictado de estos aparatitos resultado de un proceso en el cual intervinieron observadores empíricos, científicos, orfebres, esmaltadores, grabadores, físicos, ingenieros y que aún exige el esfuerzo multidisciplinario para la medición de lo que es presente/pasado convencional: el momento para alimentarnos, el correspondiente a la labor individual y colectiva, el de los placeres, del esparcimiento en privado y colectivamente, el de reposo, el indicado para la medicación, el  oportuno para el inicio de un proyecto sideral, el del amor y el de la guerra… No hay actividad humana ni espacial en la cual la fracción temporal no sea una limitante o ventaja en su aplicación. No queda en la vida «moderna» algún resquicio por donde al tiempo y a la finitud del siempre no lo sujete una aceptación común en los afanes de los seres, sea cual fuere su lengua y cultura.

Asienta John Katzenbach en su «Juegos de ingenio»(página 148 de Ediciones B. S. A., Séptima reimpresión de noviembre del 2014): —¿Y qué nos enseña la historia de esos hombres, inspector? Nos enseña que el impulso de destruir es tan creativo como el deseo de construir. Cualquier historiador competente le diría que, en definitiva, seguramente se han construido más cosas a partir de las cenizas y los escombros que sobre los cimientos de la paz y la opulencia—.; idea con cercanía a la atroz afirmación incluida por Orson Wells como añadido (inexistente en el texto del libro) al guion cinematográfico de «El tercer hombre» dirigida por Carol Reed, original de Graham Greene:  —Recuerda lo que dijo no sé quién: en Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, hubo guerras, matanzas, asesinatos… pero también Miguel Ángel, Leonardo d’Vinci y el Renacimiento, en Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor, democracia y paz ¿y cuál fue el resultado? ¡El reloj cucú!—*; frase evidentemente desesperanzadora y cruel que, aún peor, no resiste el escrutinio en la historia pues, Suiza no fue la tierra pacífica así tildada con fama perpetuada bajo ese concepto ni el «reloj de cucú» resulta originario de ahí, con mayor precisión surge en la Sajonia durante el siglo XVII. En el capítulo «Relojes de la Selva Negra» (páginas 66 y 68) de «El arte de la relojería» (Editorial LIBSA, Madrid, 1990, con traducción de Matilde Mudarra) Libuše  Urešová asienta: «Este reloj llevaba el nombre de la región montañosa y de la Selva Negra (Schwarzwald). En el transcurso del siglo XVII, en el suroeste de la región, en la provincia de Baden, los campesinos esculpían la madera durante el invierno para estar ocupados; construyeron el primer modelo partiendo de un reloj de hierro. Fue un éxito, como se menciona en los textos en 1667. Los primeros en comercializar sus productos fueron Lorenz Frey de Sankt Märgen y Simon Henninger de Stockwald. Pero la paternidad del péndulo de la Selva Negra era de Franz A. Ketterer (primera mitad del siglo XVIII), que le dio su forma definitiva y lo dotó de un pájaro autómata, adaptándole un sistema de sonería. Así apareció el famoso <<cucu>> (cucú o cuco), cuya fabricación se extendió en todos los pueblos y ciudades de [los] alrededores; fue objeto de un comercio intenso durante varios años. La mejor prueba es que un siglo más tarde, trabajaban en Triberg, cerca de Nustadt, 1213 maestros relojeros y comerciantes… Desgraciadamente (para esta expresión del control temporal casi artesanal), en la segunda mitad del siglo XIX, Estados Unidos inundó Europa de sus productos con buen precio y los relojeros de Schwarzwald registraron una baja sensible de pérdidas, a pesar de la apertura de una escuela especializada en 1849. Erhard Junghans intentó batir a los americanos en su propio terreno, y abrió en Schramberg en 1860 una fábrica de relojería según el modelo norteamericano.»

La medida del tiempo es el espacio donde rige Cronos, el dios desapasionado que destruye a sus creaturas y sus obras. «El tiempo es oro» y con él construimos fortunas colosales y decretamos precariedad inmediata. El «tempo» es coherencia convencional para regir nuestras vidas, rige la madurez de los vinos, propicia en entendimiento para la sincronía de los músicos a fin de recrear las obras de autores en el pasado, determina los tiempos en la literatura en las apasionantes, fascinantes y desequilibrantes: «El péndulo de Foucault» y «La isla del día antes» de Umberto Eco…; la desconcertante experiencia en las anotaciones en las bitácoras de a bordo la expedición de Fernao de Magalhais (puesto en la Historia con el nombre de Fernando de Magallanes) con respecto al día de llegada al lugar de origen**, la poesía sin métrica acorde al tiempo vital del autor, del lector y el escucha perdería significancia y raigambre sin la búsqueda de lo adecuado temporal para su manifestación. No hay buen pan sin tiempo preciso ni un buen parto anticipado o postergado… el Antiguo Testamento en su Eclesiastés (capitulo 3: 1 a 8) que inspirara a Peter Seeger su Turn, Turn, Turn con la fuerza interpretativa de The Byrds, determina un todo en el hacer de cada nuevo y milenario «pueblo elegido», así, la tensión en la reproducción pictórica de las caratulas escurrientes de Salvador Dalí llega a la cinematografía para acompañar a Gregory Peck en su «Cuéntame tus sueños»…

Por acá, don Renato Leduc aceptó el reto para crear un pequeño poema “imposible” («El tiempo»). Años después don Rubén Fuentes musicalizó el texto para crear el diálogo con las voces de don Marco Antonio Muñiz y de José Rómulo Sosa Ortiz (José José)

Sabia virtud de conocer el tiempo;

a tiempo amar y desatarse a tiempo;

como dice el refrán; dar tiempo al tiempo…

que de amor y dolor alivia el tiempo.

Aquel amor a quien amé a destiempo

martirizóme tanto y tanto tiempo

que no sentí jamás correr el tiempo

tan acremente como en ese tiempo.

Amar queriendo como en otro tiempo

—ignoraba yo aún que el tiempo es oro—

cuánto tiempo perdí —¡ay!— cuánto tiempo.

Y hoy que de amores ya no tengo tiempo,

amor de aquellos tiempos, cuánto añoro

la dicha inicua de perder el tiempo…

 

Hoy, con la premura de «la vida moderna» poco remite al pasado agrícola y sus necesidades estacionales, ya portamos no sólo el derivado de aquel olvidado orologio, vivimos toda una dictadura cultural según lo que aparezca en la pantallita electrónica, sujeción que poco deja a la espontaneidad y a lo sorpresivo, que nos aleja de los cercanos y nos acerca con los distantes. Ahí encontramos todo, ahí están las respuestas a las molestas dudas y nos dota de sabiduría momentánea con el roce adecuado y habilidoso de los dedos sobre un ícono hermanado a múltiples íconos.

*Si la idea y presentación de la frase fílmica corresponde a Orson Wells, la obra íntegra de Graham Greene pulsa en el desánimo y la tristeza, en la desilusión y la visión de una especie humana fallida —víctima y victimario—, sumida en la vorágine de lo material sin la esperanza de forjar un medio terreno y un mundo justo y correcto para los seres en su corta estancia temporal en la vida.

**El histórico primer viaje al rededor del mundo iniciado al amanecer del 10 de agosto de 1510 por Fernao de Magalhais con 265 tripulantes repartidos en las cinco naves: Santiago, San Antonio, Concepción, Trinidad —nave capitana— y Victoria, consumada por sólo 18 sobrevivientes en la Victoria al mando de Juan Sebastián Elcano y ya sin su almirante (muerto en Mactan el 27 de abril de 1521) ancló en Sanlúcar de Barrameda el 6 de septiembre de 1522. Ya en Cabo Verde, la bitácora de Antonio Pigafetta y la del piloto Álvaro muestran que es un día miércoles para los de abordo, en tanto que en tierra firme ya es jueves, realidad que, aunque desoncertante no contiene error.

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