La vivencia del Alzheimer

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Quienes enfrentamos el duro proceso de convivir con un familiar que sufrió el problema de salud Alzheimer conocemos, bien a bien, lo que es este padecimiento terminal, cuyo promedio es de entre 15 a 22 años de duración, tiempo durante el cual el familiar se esté yendo, paso a paso, de las manos frente a la imposibilidad de poder hacer algo para detener ese proceso.

Generalmente, el Alzheimer es un padecimiento que presenta en sus inicios pocas manifestaciones visibles de su desarrollo. Se le identifica como simples olvidos que parecen comunes propios en la edad avanzada.

De hecho, a cualquier persona que se le pregunta sobre ese padecimiento, lo más común es que diga que se caracteriza por los olvidos de las cosas más comunes que, en sus etapas finales haga que hasta los familiares más cercanos, incluyendo al cónyuge o los hijos, los desconozcan. No saben quiénes son, hecho que aumenta el desconsuelo y desesperanza de la familia.

Eso es una verdad inocultable. Así es. Así sucede. Lo atestigua quien haya tenido un paciente con Alzheimer en su familia.

Pero esa característica es la menos preocupante. Se trata de una simple carátula que esconde algo más profundo en el ser del paciente.

Lo verdaderamente terrible es lo que sucede muy en el interior de su psiqué: el retorno a la infancia en forma por demás implacable y, al mismo tiempo, sin detención alguna.

Para el cuidador principal que, por lo general, es el cónyuge o alguno de los hijos, se trata de la vivencia de una permanente tragedia existencial: un desconcierto mental que no atina a comprender cómo aquel ser querido con quien vivió muchos años, desarrolló grandes éxito, camino grandes trechos de la vida, disfrutaron y sufrieron juntos los avatares de la convivencia en común, durante muchos años, ese ser muta, de pronto, para transformarse en un infante que revive su pasado con las cosas buenas y males de esa existencia que algún tiempo tuvo.

La mente no atina a comprender eso. Nunca lo hará.

En un infante se ve como algo natural y propio de su edad; en un adulto con Alzheimer, no. Nunca jamás se entenderá. El cerebro del cuidador principal no lo admite. Ni lo admitirá.

Es una realidad existencial que cimbra hasta lo más íntimo de la mente y el corazón de quien está al pendiente del paciente, sin importar si duerme o no; come o no; tiene alguna necesidad o no. No lo entiende el paciente, porque, al igual que en su infancia, desconoce el mundo y sus necesidades; tampoco lo conoce el cuidador principal, convertido ahora en el papá o mamá del paciente, sin importar si es el cónyuge o algún hijo.

Esa es la tragedia viviente que tarda años y años hasta llegar al desenlace final: simbolismo del eterno retorno.

Se nació con un proyecto de vida que tiene que cumplirse. El final siempre será inesperado. La vida, como la muerte, el amor, la libertad y el mismo nacimiento, carecen de lógica. Se nace, se ama, se es libre y se muere porque sí. Así tiene que ser. El proyecto se termina y se cierra el ciclo de la vida.

Sin lógica y sin razón explicable. Estos estados existenciales sólo están. Y ya.

Caminar y experimental el mundo, tomando su mano. Reír por las cosas más simples de la vida. Admirar y gozar los momentos más nítidos del amanecer de una vida o disfrutar la noche, como si fuera día. Cosas sencillas, tal como es la vida, son las enseñanzas perennes que quedan de esa experiencia. De la convivencia con el Alzheimer.

Principio y fin de la existencia humana. Enseñanza existencial, únicamente.

Estas y otras reflexiones más se pueden leer en el libro Velando su sueño que se puede obtener en Amazon, en versión impresa y Kindle.

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