La piedra y la pluma

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En las páginas 10 y 11 del texto de Rolf Toman correspondiente a la Introducción de «El gótico» ( 1998 de la edición española, Könemann Verlagsgesellschaft mbH, traducción de Pablo de la Riestra): «Para contradecir una opinión —que todavía circula— respecto a la pobreza de la Edad Media en personalidades individuales, incluimos otro coetáneo de Segur en nuestro breve panorama histórico-cultural, que no sólo estaba en relación polémica con San Bernardo, sino incluso de franca enemistad: el filósofo Pedro Abelardo ([Pierre Abelard] 1079-1142). En el libro Schkolastik (Escolástica) de Josef Pieper, el autor nos ofrece una vivaz introducción a la problemática de la filosofía medieval, que incluye una breve biografía de aquel letrado: ‘Ya de muchachito va Pedro Abelardo a la escuela filosófica del famoso Roscelin, llega a París con unos veinte años, abre dos o tres más tarde su propia escuela de filosofía, primero en vecindad de la ciudad y a los 29 años en la capital misma, en la colina de Santa Genoveva, el actual barrio universitario. En 1114 llega a director de la escuela catedralicia de Notre-Dame, habiendo pasado los 35. Poco después conoce a Eloísa. En su Historia calamitatum, Abelardo cuenta cómo prepara la seducción de esa joven, su alumna, no por amor, sino con sus sentidos encendidos. Luego del nacimiento de su hijo (…) el matrimonio en secreto (…) sigue la horrorosa venganza del tutor de Eloísa, quien ataca por sorpresa a Abelardo y lo hace castrar. El famosísimo y altivo profesor (…) debe ocultarse en un convento. St. Denis lo acoge.’ La famosa historia que aquí no podemos continuar, no llega todavía a su fin. Eloísa entra en un convento, y sabemos de la admirable amistad que ambos amantes mantienen hasta el final de  vida.

«En Abelardo encontramos a un temprano representante del nuevo tipo de erudito, el pensador profesional o intelectual. Aparece claramente en escena con motivo del renacimiento urbano del siglo XII como profesor universitario. En su estudio sobre los orígenes de la universidad de Módena, segunda de Italia después de Bolonia y fundada a finales del XII, Giovanni Santini escribe: ‘El nacimiento del «intelectual» como nuevo tipo sociológico presupone la repartición del trabajo en la ciudad, de igual forma que el surgimiento de los centros universitarios tiene como condición previa un espacio cultural común, en el que aquellas nuevas «catedrales del saber» aparecen, florecen y pueden confrontarse abiertamente’.

«Abelardo contribuyó decisivamente a la transformación de París en un centro vital de los debates filosóficos y teológicos. El intelectual medieval encontraba allí numerosas ocasiones de poner a prueba sus armas intelectuales. Abelardo fue el principal interlocutor de su época en la llamada ‘querella de los universales’, uno de los principales problemas de la filosofía y de la teología medievales. Después de Juan Escoto Eriugena (siglo IX), Lafranc y Anselmo de Canterbury (ambos de finales del siglo XI) puede considerársele, gracias a su libro Sic et non, como a uno de los fundadores de la escolástica. Así se denomina la forma de pensamiento y exposición de la filosofía y teología predominante en el Medievo, en la que el resultado científico se alcanza a través del extenso despliegue de un argumento y su crítica, con una ‘determinación’ final tomada por el maestro. Abelardo contribuyó a cimentar la futura ‘catedral del pensamiento’ de la alta escolástica, mientras que Segur se convirtió en el coiniciador del gótico con el edificio de su nueva abadía. (En alusión al ensayo de Panofsky Gotische Architektur und Scholastik sea dicho aquí que los paralelismos entre tales figuras del pensamiento resultan sugestivos, aunque luego no siempre resistan los análisis.) El pensamiento de Abelardo —fuertemente anclado en la lógica— puede ser considerado como un temprano intento de ‘ilustración’ medieval, gracias a sus tendencias críticas y antidoctrinarias. Las ideas de Abelardo son más antropológicas que teológicas, cuando dice por ejemplo, que no hay pecado donde no hubo mala intención. El hombre que sigue a su conciencia puede equivocarse, pero no por eso hay que considerarlo culpable. Con su afirmación de que sólo el conocimiento científico libre de prejuicios podía determinar la fe, Abelardo tomó una interesante posición progresista frente al tema —antaño tan importante— de las relaciones entre fe y razón. Puede considerarse por esto como un temprano representante del pensamiento urbano, abierto, dentro del marco de la fe cristiana…

«Los detractores de las ciudades veían en París una moderna Babilonia, con sus abyectos placeres y sus insolencias intelectuales. San Bernardo, máximo contrincante de Abelardo, exhortaba a profesores y alumnos: ‘Abandonad el círculo babilónico, huid y salvad vuestras almas; dirigíos todos a las ciudades-refugio (los conventos), donde podéis confesar vuestros pecados, vivir la gracia del momento y esperar con confianza el futuro. [Encontraréis más en los bosques que en los libros. Piedra y madera os enseñarán más que cualquier maestro]’. Estamos aquí frente al polo opuesto a Abelardo. El abad del Císter se encuentra en otro frente muy distinto del cristianismo. Según Le Goff, ‘este habitante del campo, fiel a su naturaleza de señor feudal y sobre todo de soldado, no tiene compasión por la inteligenza urbana. Contra herejes y paganos no ve otro remedio que la violencia. Como paladín de la cruzada armada no cree en ninguna cruzada intelectual. Cuando Pedro el Venerable, último abad de Cluny (muerto en 1155), le pide que lea una traducción del Corán, para combatir a Mahoma con la pluma (…) no responde. Este apóstol de la vida solitaria va siempre de un lugar a otro luchando contra las innovaciones que le resultan peligrosas. En sus últimos años gobierna de hecho a toda la cristiandad, dando órdenes al Papa, aplaudiendo la creación de órdenes militares y soñando con hacer de Occidente una milicia de Cristo: un gran inquisidor avant la lettre…»

Para una mejor comprensión de la olvidada polémica que aún ahoga y agobia la fe y a los expositores de la vida humana en sus dos universos (la espiritual y la mundana-racional), Rolf Toman aclara un tanto la posición de San Bernardo: «Erwin Panofsky nos dejó un retrato del abad Suger rico en facetas. Al mismo debemos también un muy interesante estudio de la analogía entre arte, filosofía y teología medievales, publicado con el título de Gotische Architektur und Scholastik. En la mayoría de sus escritos, Panofsky intenta ubicar la historia del arte dentro de la historia del espíritu, y éste mismo en su interés a lo largo de amplios pasajes de sus notas biográficas sobre Suger. Como quiera que sea, nos acerca al lado humano del gran abad de St-Denis: ‘un recalcitrante patriota y un buen ecónomo; un tanto retórico y enamorado de su propia grandeza y, sin embargo, muy objetivo y equilibrado en sus costumbres personales; incansable trabajador y accesible, lleno de bondad y bon sens, vanidoso, divertido e indomablemente vital. En su siglo excepcionalmente pródigo en santos y héroes, Suger se distinguió por el hecho de ser humano’, lo que le permitió disfrutar de las cosas bellas.

«Especialmente en lo último, Suger se diferenciaba mucho de otro gran personaje de la época, San Bernardo de Claraval ([Clairvaux en su original francés] 1090-1153). El gran abad cisterciense, mordaz y polémico y el más poderoso monje del siglo XII, creía en la vida monacal en estricta obediencia y extrema negación de sí mismo, sobre todo en lo referente a comodidad personal, alimentación y sueño. Insuflado de espíritu misionero, tendía a inmiscuirse en todo lugar donde se echara de menos la necesaria severidad en la práctica de vida conventual o litúrgica, o en la conducta religiosa, todo lo cual quería ver reducido a lo esencial. Empleó gran dureza contra los descarriados de la teología ortodoxa. Aunque Segur estuviera a favor de la disciplina y la moderación, estaba decididamente en contra de la sujeción y el ascetismo, y no podía serle indiferente la opinión de San Bernardo sobre su abadía, menos considerando que éste tenía gran influencia sobre el Papa. A éste no se le pasaba por alto que ya había habido tiempos mejores en St-Denis: ‘sin vacilaciones ni demoras se daba al César lo que era suyo, pero no siempre a Dios lo que era de Dios’: Con todo, en el 1127, sexto año de la ‘gestión’ de Segur como abad, Bernardo felicitó a su mucho más mundano confrère, por su exitosa obra de reforma en St-Denis. Pero, como dice Panofsky, ‘esta reforma (…) estaba lejos de reducir la influencia política de la abadía, dotándola por el contrario de una independencia, un prestigio y un bienestar que hicieron posible a Segur consolidar sus relaciones con la corona y otorgarles su perfil definitivo’. Cabe preguntarse qué fue lo que hizo que San Bernardo mirara con ojos benevolentes lo que sucedía en St-Denis, a diferencia de lo que solía hacer con sus oponentes espirituales. Panofsky presupone que hubo un callado acuerdo de intereses entre ambos adversarios, ‘ya que reconociendo el mal que se podían llegar a hacer mutuamente, uno como consejero del Rey y otro como mentor de la Santa Sede (…) decidieron hacerse amigos’.

«La polaridad entre los dos abades Segur y Bernardo, puede haber desempeñado un cierto papel en la construcción de St-Denis, lo que tenía que ver con la pasión del primero por las imágenes sagradas y los ornamentos eclesiásticos de todo tipo; oro, esmalte, piedras preciosas, en fin, toda belleza brillante, en especial las vidrieras. San Bernardo condenaba tales adornos, no porque no tuviera sensibilidad para apreciarlos, sino porque pensaba que distraían de la concentración devota, de la oración y meditación de los monjes. Los numerosísimos conventos e iglesias cistercienses surgidos por toda Europa en los siglos XII y XIII respondían a una estética  de renuncia impregnada del espíritu bernardino y sus directivas. La orden cisterciense ocupó un lugar muy significativo en la expansión del gótico, tanto porque estuvo abierta a las mejoras técnicas de la nueva construcción como por haber contribuido ella misma a las innovaciones, como lo muestran las técnicas hidráulicas que utilizó para el suministro de los conventos ubicados en apartados valles…» El agua, el bautismal vital líquido fue para la Europa durante la desdeñada Edad Media el gancho para la atracción y asentamiento humano en rededor de los espacios religiosos, solución aplicada siglos después para la catequización en los espacios del «Nuevo Mundo».

El enfrentamiento que aún conmueve a las conciencias. Pierre Abelard (Pierre Abélard, Pierre Abailard o Petrus Abelardus en su forma en latín) demanda el desarrollo del pensamiento en el hombre y lo exonera del grave pecado de la ilustración: «… no hay pecado donde no hubo mala intención. El hombre que sigue a su conciencia puede equivocarse, pero no por eso hay que considerarlo culpable.» San Bernardo de Clairvaux con un acento cercano al panteísmo: «Encontraréis más en los bosques que en los libros. Piedra y madera os enseñarán más que cualquier maestro.» Con Pierre Abelard queda la sensación superficial de que cualesquiera, sin un mínimo de juicio y entendimiento se acogerá al dictamen para encubrir el dolo de sus actos, hay ejemplos en la Historia de individuos cuyo comportamiento regido por su «conciencia» les llevó a la toma de acciones contrarias a la naturaleza de otros, a los aún no establecidos «Derechos Naturales», en tanto, con Bernard la cercanía con la Naturaleza en soledad sin consideración a la colectividad con sus afanes y tropiezos aunada al desprecio de la suma del pensamiento y sus realizaciones dotará a la Humanidad con un preámbulo del apetecido «buen salvaje» de Rousseau, aislándole del trato común y no de las flaquezas de la carne que llegaran a inquietar a los anacoretas de su tiempo y de los evadidos de la sociedad humana.

Pierre Abelard, el famoso filósofo y teólogo escolástico nacido en Pallet, cerca de Nantes en una familia de raíz bretona, después de su tragedia personal ingresa en la orden del Cluny y muere en Chàlons en 1142 en su camino a Roma en donde defendería su filosofía conceptualista tras declarársele herético y sus enseñanzas opuestas a lo aceptado y conveniente para la doctrina «oficial»; Héloïse, nacida en 1101 en París, profesará en el convento de Argentuil y fallecerá en el año del 1164. Pierre Abelard y Héloïse (sobrina de Fulberto, abad en Notre-Dame donde Víctor Hugo columpiará entre sus gárgolas a su heroico Quasimodo) quedan en el anecdotario y en las listas de los grandes romances en la Historia y a manera de añadidos en la alta consumación del estilo gótico en las artes. San Bernardo de Clairvaux funda en 1098 la orden del Cister (Citeaux) por el nombre de la aldea francesa Cóte-D’Or a manera de derivación de la orden monástica fundada por San Benito. Rescata la, para él, decadente iglesia celta escocesa y reconstruirá el monasterio de San Columba en Iona. Bernardo predicó ante el rey Louis VII, la reina Leonor de Aquitania y una multitud que las crónicas asientan en 100,000 personas en favor de la segunda cruzada. Patrón y protector de los monjes guerreros, encomendó a los Templarios la misión de buscar y rescatar el «Arca de la Alianza» supuestamente ocultada en las caballerizas del Templo de Salomón. A la orden armada de los monjes guerreros de los Templarios fundada oficialmente en 1118 durante el reinado de Balduino II de Bourg, Rey de Jerusalém, la constituían tres grados: hermano aprendiz, hermano iniciado y hermano maestre.

La visión parcial de la triada Cister-templarios (con su elemento indisociable y fascinante: el Santo Grial)-gótico en su «misteriosa» y críptica unión ocultan la agitada vida intelectual de la «Edad Oscura» para transformar con el término Gótico, Argot, el habla propia y secreta en un grupo, una profesión, una clase social. Para Laurence Gardner («La herencia del Santo Grial»): «La palabra gótico (…) no tiene nada que ver con los godos, sino deriva de la forma griega goetik cuyo significado es ‘acción mágica’ y que puede guardar relación con la palabra celta goatic (estudio de las plantas)». Así, cuando exacerbamos rebuscadamente una posibilidad, sea premeditadamente o para sujetar el resultado a una visión convenenciera, la fe contra la razón, el resultado es el ocultamiento de hechos penosamente humanos y valiosamente humanos, con sus vergüenzas y sus mínimas glorias, con sus múltiples fracasos y sus esporádicas consecuciones en donde hay un lugar especial para el Pierre Abelard íntegro en la Historia, con sus batallas y sus pérdidas, con la mezquindad de su carne y la luminosidad de su intelecto.

¿Pierre Abelard o Bernard d’Clairvaux? La razón o la fe. Los libros o el contacto en soledad con la Naturaleza a donde llega el demonio a estremecernos con sus tentaciones. Si algún día ciencia (el conocimiento sistematizado cuyo fundamento son la duda, la interrogación constante con afirmaciones esporádicas) y la religión (re-ligar, unir lo separado, donde cabe cualquier afirmación sujetada con visión cerrada por designio de un Altísimo que habla sólo a sus autonombrados elegidos) fueran parte del todo en el mismo ser evolucionado (inclusive ante la manifiesta oposición a toda sistematización), esos disturbios humanos encontrarían una valoración cercana a la perfección humana.

En el capítulo 13 y final del libro «El ascenso del hombre» de Jacob Bronowski titulado «La larga infancia», en su página 436 queda: «El conocimiento no constituye un libro de hechos con hojas sueltas. Es, sobre todo, el responsable de la integridad de lo que somos y principalmente de lo que somos como criaturas éticas. Y no cumple con esta responsabilidad quien deja que los demás guíen el mundo y vive tranquilamente apoyando su vida en reglas morales de tiempos remotos. Esto es realmente crucial en la actualidad. Podemos ver que resulta inútil alentar a la gente para que aprenda ecuaciones diferenciales, o que tome un curso de electrónica o de programación de computadoras. Y sin embargo, dentro de cincuenta años, si la comprensión del origen del hombre, de su evolución, de su historia, de sus progresos, no resulta un lugar común en los libros escolares, no habremos de existir. El lugar común en los libros escolares del mañana será la aventura del presente, y es a ello a lo que nos dedicamos.»

 

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