Resulta inquietante la inconformidad cuando aparece por ahí algún texto que afrenta el pasado y el presente nacional.

Ante los brotes de racismo, de xenofobia, de chauvinismo, olvidamos convenientemente el origen remoto de la presencia humana.

En los países del «primer mundo» la pérdida en fuentes de trabajo derivadas a la galopante automatización queda por reproche para todos aquellos individuos que, en busca del sustento propio y de sus familias —o de la seguridad que sus países no les proporcionan— llegan de las naciones que alguna vez afrentaron con su poderío y explotación desmesurada; crearon la situación propicia para una vida miserable y sin instrucción y ahora la culpa apabulla a los descendientes y a los aún explotados.

Esto, que por principio es una ignorancia brutal acerca de las mezclas genéticas, propicia un aberrante discurso donde priva la amnesia ventajosa.

Al aparecer los reproches en comunidades sometidas a las que impusieran sistemas e ideas alejadas a la naturaleza de los habitantes, al otorgar el castigo indiscriminado y llegar a la destrucción física de los opositores, los nacionalismos culturales pugnan por suavizar el discurso puesto en la Historia a la que doramos convenientemente para no ofender a las naciones «amigas».

Reprocharle a España, a Inglaterra, a Holanda, a Francia… la depredación y ofensas a los pueblos cuya rusticidad facilitara—con la colaboración de corrompidos integrantes de las propias comunidades— el dominio y degradación a más de imposición de sistemas y creencias, en nada ofende a los españoles, ingleses, holandeses, franceses… contemporáneos, a menos de que cerremos los ojos a la realidad de una continuidad en las prácticas. Los actos de los abuelos, padres, hermanos, amigos y compadres en contra de otros humanos en nada enturbian la realidad personal si el asunto por asumir es el respeto de un humano a otro humano por la sola aceptación de pertenecer a la Humanidad.

Cada persona, pueblo, comunidad, por insignificante que sea, tiene un pasado turbio y sus personajes vergonzantes, que nuestro país cuente con dirigentes corrompidos en el pasado y en el presente, que los hechos de algunos personajes resulten punibles ante el juicio de la historia, que el desprestigio inventado sea patrimonio de otros personajes a los cuales sus opositores pervirtieron sus virtudes y a otros impusieron estériles virtudes no es motivo de vergüenza para el ciudadano contemporáneo que a su vez, también mantiene ocultos dos o tres actos bochornosos.

Los desmanes del pasado, ignorados, esquilmados, ocultados, maquillados y transformados con términos de valores humanos son patrimonio humano para la comprensión de la fragilidad de los seres y su debilidad frente a los intereses materiales de su momento. ¡Demonios! si hasta los santos caminaron ruborosos en algún momento de su ejemplar existencia. A todos los seres, por el sencillo hecho de transitar entre el deber y el querer, nos quedan marcas profundas en nuestras galerías morales.

Quien sujeta su vida en la afirmación de «su pureza de sangre» ignora acomodaticiamente lo que es la vida real con todas sus turbulencias y apetitos. El Doctor Angélico, Tomás de Aquino asienta los pecados capitales fijados por el sexagésimo Papa, Gregorio I (Magno) en un orden diferente y pone a la soberbia en el primer lugar. Y con un poco del sumamente necesario sentido común, no carece de razón.

El pensar que por el lugar, familia y circunstancias de nacimiento; que, por el color de la piel, de los ojos; que, por el tipo de cabello, la altura; que por la riqueza natural en el entorno y un largo etcétera de fundamentos éste o el otro es superior al de más allá únicamente porque las ventanas de la nariz son una adaptación para absorber una cantidad y calidad diferente del aire es escupirle en el rostro a la ciencia. África merece un tanto de respeto y con ello aceptar que en el calcio de nuestros huesos permanecen los huesos de Lucy, la australopithecus afarensis etiope.

La historia de todos los pueblos narra de las múltiples afrentas recibidas y perpetradas y su resultado por la violencia es una mezcla infinita de herencias genéticas. Todas las familias que en el mundo son cuentan entre sus miembros a uno o más descocados que ocultaron sus debilidades —o sus indiferencias—, sus faltas consumadas yacentes con patronímico «oficial». Escamotear tal verdad es un pecado mayor al cometido por el infractor en el pasado. Los biólogos saben de esto y las buenas familias abjuran de la verdad visible. Todos los seres humanos que fueron, los que somos y los que vendrán a gozar en este «valle de lágrimas», maquillamos el pasado para desbrozarlo de vergüenzas ancestrales. Que no sea tema para gloriarnos es una cosa, pero, de ahí a la mezquindad de afirmar una «pureza de sangre» para levantar un monumento a la superioridad de uno sobre los demás resulta risible, sino que imperdonable ignorancia. Además ¿a mí en que me hiere el pecado de los ancestros? Yo soy quien soy parte de esto precisamente, por el pecado de más de uno y, no todos, estoy seguro y mi sangre lo afirma, eran blanquitos y dignos de encomio.

La superioridad de una raza sobre las otras es una engañifa. Alguien llegó y le dijo al otro «Yo soy superior a ti porque así lo dijo mi Dios —que al rascarle resultaron ser sus armas y un sistema proclive a la dominación— » y el otro cerró los ojos convencido. Alguien llegó y dijo, este espacio es mío y el otro construyó su choza más allá de lo marcado. Si aquel individuo afirma que su sangre y su piel lo determinan superior es digno de conmiseración porque seguramente no investigó en el pasado de su familia o nulificó su realidad con ensordecedor griterío.

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