Ni arriba, ni abajo; ni adelante, ni atrás. Aquí, solo y con este pensamiento que ya no es el unitario/particular queda lo que es exclusivamente personal en la consciencia integrada a otras miles de millones de antecesoras surgidas, aniquiladas en el tiempo de la materia. Todo fluye sin sujeción ni tiempo. El «Yo» ya no es otro «yo» diferenciado en la terquedad acomodaticia. Si «algo» hay es el siempre en una vorágine de colores en fuga hacia todos lados, con destinos multiplicados en lo que ya no es la medida el tiempo. No hay asidero referencial, aquí es el estado para un canto silencioso de lo que nunca fue y jamás será: están aquí todos los sonidos en tono perfecto; están aquí bullentes todos los colores reunidos en su matriz radiante y vibrante; están aquí todos los aromas en la emanación embrionaria, todas las texturas desconocidas al tacto, están aquí todos los sabores sin dictamen y todas las ideas sin encapsular.

Aquí, en esta cuna de inmovilidad peregrina todo está preparado para renacer, en tanto allá afuera/adentro, arriba/abajo, ahora/nunca las esferas de colores continúan en su desplazamiento hacia un destino en donde surgirá una consciencia de exclusividad que trastocará por un largo periodo su integración al canto átono de unidad, en donde y cuando nacerá un «Yo» que es parte de un corazón sagrado y de aquel conglomerado estelar desconocido.

Mientras, mi «yo» menudo adquiere la fuerza en su actividad/pasividad de un viaje en donde lo mío ya no rige, en donde la ausencia no lacera, en donde la separación dejó de horadar para nacer en este «Yo» integral con su latido de consciencia cuando el siempre y lo eterno son una nimiedad para estar. Bullen las esferas rutilantes y entre ellas —y por ellas— gira pausadamente la diáfana creatura.

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