Cuando éramos niños había una gran cantidad de cartón y de cáñamo para materializar las vestimentas brotadas de la inventiva, era cosa de recortar y atar, de juntar con paciencia infantil unos trozos tijereteados con dedicación.

Cuando éramos niños no había diferencias en la diversión pueril, éramos dos niños con la fantasía armonizada de dos amigos infantiles, nunca me hizo falta un aliado imaginario porque siempre estabas ahí, amiga de la infancia, compañera significativa en los juegos de aquellos años.

Risas y sonrisas quedaron en la memoria, sueños ininterrumpidos junto a los juegos nunca banales. Todo ese pasado queda en el tiempo vivido en el tiempo presente.

Cuando éramos párvulos había un montón de cartón y grandes bolas de cáñamo para hacernos la vestimenta adecuada, para vestir aquellos sueños triviales. ¿Cuántos de aquellos ensueños quedan en ti? ¿Cuántas diversiones repetidas sin hartazgo aún recuerdas? Cuéntame más de aquellos días, de las cosas que abandoné al dejar la infancia, porque hoy, extraño aquellos juegos infantiles.

Y cuando no había cartón y cáñamo teníamos un gran jardín con un árbol grande en el cual trepar o la parte baja de una silla/castillo en donde reposaba el terrible dragón/gato después de engullir una tropa de arrojados caballeros y corretear al terrorífico ratón que le inquietara el sueño, o, la inconmensurable mar/pileta en donde navegara el frágil barco de papel con destino a un continente inhóspito bullente en la imaginación.

No recuerdo si los Reyes cumplieron adecuadamente los deseos de la infancia. ¡No importa, tanto! En el jardín había un árbol amigo y en casa el cartón corrugado y grandes bolas de cáñamo…

Nunca necesité de ningún amigo imaginario porque ahí estaba tú —cuasi gemela— y jamás interrogué si a algunos momentos los llenara una amiga ficticia, porque ahí estábamos los dos en un mismo juego compartido.

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