Para el pensamiento contemporáneo (incluidos los mestizos y criollos actuales), las sociedades antiguas en la América precolombina y prehispánica avanzaban en su vida entre el embobamiento bajo las estrellas, en cuclillas con una tortilla con frijoles y chile en las manos y el callado afán por extraer muchos más corazones de los contabilizados en las crónicas. Unos cuantos llevaba copal a las plataformas elevadas de las pirámides, algunos más escribían en sus cortezas de amate (o equivalente) los crípticos símbolos que encubrían a sus divinidades y formas para satisfacerlas mientras otros cuidaban de las caravanas de comerciantes, algunos elegidos agitaban sus macuahuitl (o equivalente) pero a todos los calificamos de entes atolondrados con ritos sangrientos, alelados con golpeteo en un tambor para puntear sus bailes exóticos.

Nos equivocamos. Esas culturas también eran complejas y en sus cortes intrigaban para obtener un beneficio particular con el encumbramiento de un familiar en el círculo selecto que le acercara a la cúspide; acordaron alianzas y las traicionaron; habilidosos en los tejidos, poseían el concepto de la moda y las jerarquías, de los afeites para realzar la belleza y marcar lo diferente; innovaron su tecnología bajo condiciones específicas, amaron a sus críos y a los valores familiares de su cultura entre las polaridades de la vida y un “más allá” al amparo de complejos ritos funerarios: aplicaron castigos atroces; formaban diques y causes para el aprovechamiento de los ríos, confeccionaron largos caños para abastecer de agua sus conjuntos habitacionales; competían en cantidad y calidad de la alfarería, de armas y cobijo para sus comunidades; a semejanza de todas las culturas humanas construían lo propio en grandes proporciones y demolían lo ajeno, establecían mercados supervisados por las autoridades y transportaban los productos de una zona a otra, creaban su escritura propia y su contabilidad para equilibrar lo vendido con lo adquirido; tributaban por acuerdo y atesoraban lo recaudado; imaginaban poesía y música, adquirían dioses ajenos a conveniencia y a otros los enclaustraban para menguar su poderío; ampliaban, reinventaban y borraban pasajes de su historia para ajustar su presente a los designios de veladas entidades; formaban sus jardines con la flora local y exótica (con sus medicina tradicional y los extractos ponzoñosos) y algo similar a un zoológico por donación o por pillaje; poseían sus “casas” para las creaturas extrañas en la naturaleza humana y “los libros” contables, de su historia y sus divinidades; tenían un pensamiento simbólico laberinticos para nuestra comprensión con ritos religiosos de gran complejidad con rituales anticipatorios de qué depara el destino al recién nacido y las influencias que los cuerpos celestes tendrían sobre la creatura en el trascurso de su vida; examinaban las estrellas y los cuerpos celestes visibles para predecir el futuro personal, el momento adecuado para las siembras y la colecta, del comercio, de las guerras, las calamidades colectivas, los movimientos de los astros y los eclipses… la Naturaleza era un ámbito inconcebible para un lego y las propiedades naturales tenían nombres de divinidades tutelares con fuerte raíz agrícola para comprender el proceso de la generación de las creaturas y ―¡oh, la vergüenza nos sonroja!― al fin humanos, disfrutaban en los embates de su libido con el placer correspondiente y las desastrosas consecuencia en enfermedades en el desorden sexual, con sus prohibiciones duramente penadas ―que, como en todas las sociedades, no habría enlistado ni sanción para lo que no es practicado―; entre ellos también los hubo inclinados al celibato y apetencias repulsivas.

Para espanto y morbo de una mirada con valores “occidentales” hablamos en susurros de las costumbres sexuales de aquellos seres burdos, de sus métodos y artefactos (naturales o fabricados) en la búsqueda del placer punible y por ello surge por iniciativa del licenciado Ramón Mena, jefe del Departamento de Arqueología en el Museo Nacional ― en el ala norte, calle de Moneda― acondicionado en el espacio del Palacio Nacional de la Ciudad de México, la solicitud “ante el director de la institución, don Luis Castillo Ledón, autorización para reunir todas las representaciones que, según su criterio, estuvieran relacionadas con el culto fálico.”*, con todo y su catálogo impreso en el año de 1926.

En los estudios correspondientes a las culturas antiguas aparecen incontables manifestaciones artísticas de falos y vulvas asociadas a las manifestaciones de la naturaleza y las divinidades propiciatorias, de la muestra al desnudo del cuerpo humano con énfasis simbólico que, al parecer, aún no distanciamos de la simbología moral implantada en el siglo XVI. Las obras las hay pero ¿comprendemos cabalmente el significado? o ¿les imponemos un mensaje errado? Felipe Solís Olguín cierra su aportación: “Han transcurrido más de 70 años desde que la invención de nuestro autor [el licenciado Ramón Mena] desapareciera, sin embargo permanecen hasta  nuestros días el morbo y las leyendas que produjo. Sera quizá que el público actual espera encontrar lo que ab origine ha sido siempre una ficción.”

Atendamos un poco a quienes cursaron su vida en el lento y apasionante estudio del pasado en el espacio de América ―desde las comunidades de los Indios Pueblos hasta los habitantes de la Isla Grande de Tierra del Fuego―; no solo mayas, mexicas e incas. El largo proceso de adaptación y crecimiento, de sofisticación y declive en los grupos humanos ancestrales bien merecen el respeto e intento de comprensión desprejuiciada para sus aciertos y errores inherentes a toda la humanidad. Asentar los nombres de investigadores acuciosos y responsables ―nacionales y extranjeros― sería muestra de la ignorancia personal y suma pedantería la omisión de muchos más. En el entretejido vial de la colonia Jardín Balbuena en la Ciudad de México destacan algunos pocos nombres de esos estudiosos que nos heredaron su saber y a quienes debemos un poco de justicia, atención a su trabajo y algo más que una denominación con código postal.

Ya es momento de retirar de aquellos seres el manto de estupidez que acordaron los recién llegados en las sesudas disquisiciones de si las creaturas de estas tierras corresponderían al grupo humano, si eran el resultado degenerado de alguna de las tribus perdidas embrutecidas por el poderío del demonio. Eran seres humanos ―hombres y mujeres en feliz connivencia― con mentalidad compleja que no solo miraban el cielo embobados sino a la tierra y sus poderes para saber un poco más de en dónde y porqué estaban aquí, con su puñado de seres destacados y otro más de perturbados, con grandes aciertos y terribles realidades: eran humanos, ni más, ni menos humanos de lo que somos en condiciones diferentes, que a los mestizos y criollos contemporáneos todavía nos avergüenza aceptar como raíz y principio de otra forma de ser y de pensar.

Por desconocimiento, despreciamos la enmarañada historia de una de nuestras múltiples raíces refundidas en el peyorativo término de “indio”, síntesis de lo torpe, estulto, necio, de la idiotez, de lo simplón, de lo obtuso… estaban sumamente alejados de ser grupos de abobados, su historia lo asevera y nuestro vergonzante alejamiento a su mentalidad lo oscurece. Hay en sus historias vigor para estar a la altura de los importantes sucesos en la Historia en beneficio del conocimiento de un humano por otro con sus diferencias y coincidencias asombrosas, de sus virtudes e imperfecciones; pero, de estúpidos, tenían la dosis que en todas las grandes civilizaciones resultan.

* Felipe Solís Olguín. El imaginario mexicano en torno a la sexualidad del México prehispánico. El mítico Salón Secreto del viejo Museo Nacional. Páginas 60 a 63. Arqueología Mexicana, volumen XI, número 65.enero-febrero del 2004.

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