Dual

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«Una deidad también es un importante resumen y función de una cultura.

Por eso, el olvido o la desaparición de su nombre

y aun su culto no acaba con dicha función.» Luis Barjau.

(Voluntad e infortunio en la Conquista de México, página 83.

Ediciones «El tucán de Virginia».

Instituto Nacional de Antropología e Historia. 2015)

 

Soy sólo un grano en el principio y del ocaso;

una mínima parte en la lucha continua del día con la noche,

de la luz y las tinieblas en disputa, del calor y del frío;

del canto y del silencio final.

 

Omecíhuatl y Ometecuhtli rigen la vida de las creaturas del aire,

en las cuevas, sobre la tierra y en los montes, en los ríos y las lagunas;

de los hombres, de las mujeres y los niños

nutridos por Tonacatecuhtli y Tonacacíhuatl

en este lugar creado sobre las aguas creadas

adonde brota el sustento airoso,

donde el gozo es transitorio y la ausencia voraz;

sólo soy una pequeña creatura para el sacrificio:

para la renovación.

 

Nanahuatzin —el de los dardos hirientes—

y Teccistecatl —el del aliento helado—

van y vienen ligados en el zartal del acabamiento;

ciclo, ritmo; añublada imagen del lugar final,

del espacio después de vivir, de gozar,

de sufrir el hambre y la sed, y de olvidar.

 

Cada amanecer con sus columnas de copal

o cuando nos cubre la piel del ocelote —con su luminaria

acompañada de sus cuatrocientos hermanos—,

son el preludio del lugar sin regreso;

donde rige Mictlantecuhtli, donde está Mictlancíhuatl.

 

Aquí sólo soy macehualli surgido del tenebroso vientre

del tiempo y de la vida para poblar los cuatro rumbos,

en la tierra de las belicosas águilas,

de los invencibles ocelotes.

Aquí nos hiere el hambre y la pesadumbre,

aquende gozamos alguna vez el hervor en el vientre

y el sueño tras la fatiga.

En la tierra de las flores y las aves,

del primer trueno para el aleteo del colibrí

y del murmullo entre los jilotes,

antes de ir al Tlillan-Tlapallan

en donde la luz y la oscuridad no agobian,

donde el águila y la serpiente son constancia,

abandonaremos en la vasija el molote con los huesos,

dejaremos el calor en la ropa y en la manta

(la coa y la barca para la pudrición);

sin probar ya más el frijol, el maíz,

la chía, las calabazas y el chile…

para no ver el juncal, para no pincharnos los molledos.

 

Y aunque al sueño en la tierra y al vigor de las aguas,

al jade de las plantas y al colorido en las aves

los sujeta la dualidad en persistente pugna —el uno atado al segundo

el segundo tras el primero y el otro contra el anterior—

en el Todo reside Tloque Nahuaque,

el Señor Uno, el Señor Todo;

en todo alguna vez fuimos y en todo después seremos;

ahí de donde procedemos, en ese lugar nos ocultaremos.

 

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