Lina Salazar*, Soledad Balduzzi**
Washington, D. C., 11 de diciembre de 2023.- La agricultura, tal y como la conocemos hoy, tiene varios impactos negativos en el medio ambiente. Por ejemplo, para incrementar la producción se deforestan extensas áreas de bosques que son convertidas en áreas de cultivo. Esto contribuye a la pérdida de servicios ecosistémicos críticos como el aire, el agua y la biodiversidad. En América Latina, la agricultura es una fuente significativa de emisiones de gases de efecto invernadero a través del cambio del uso del suelo. Además, el uso indiscriminado del agua para cultivos ha conllevado a la sobreexplotación del recurso hídrico, disminuyendo los niveles de agua en ríos y acuíferos.
El uso indiscriminado de los recursos naturales, la deforestación, la polución del aire, el uso de agroquímicos, entre otros, están altamente relacionados con el cambio climático. Como un círculo vicioso, el cambio climático en consecuencia aumenta la presencia de plagas en las plantas y enfermedades de animales y afecta la productividad agrícola, los precios de los alimentos, la infraestructura crítica y los ingresos de las personas más vulnerables. Un estudio de la Universidad de Cornell calcula que América Latina y el Caribe ha perdido entre el 26% y el 34% de la productividad agrícola desde 1961, debido al cambio climático.
El sector agrícola en la región está altamente expuesto a riesgos climáticos de diferentes tipos, como sequías, inundaciones, reducción de la temporada de crecimiento de cultivos, altas temperaturas, invasión de plagas y especies no nativas, entre otros.
La crisis climática afecta la seguridad alimentaria de la población mundial. En América Latina y el Caribe las cifras son impactantes: casi 248 millones de personas sufren de inseguridad alimentaria (es decir, no tienen acceso físico o económico a suficientes alimentos inocuos y nutritivos para satisfacer sus necesidades diarias y llevar una vida saludable) y más de 43 millones de personas están en situación de hambre (FAO, 2023). El cambio climático afecta la seguridad alimentaria en sus cuatro dimensiones: acceso, disponibilidad, uso y estabilidad de los alimentos. Las mujeres, niños, migrantes y pueblos indígenas son los grupos de población más afectados por el cambio climático y la inseguridad alimentaria. Además, los países que son más vulnerables al cambio climático son también los que tienen mayores niveles de inseguridad alimentaria en la región.
Por esto, es crucial promover sistemas alimentarios sostenibles, resilientes e inclusivos que nos permitan hacer frente al cambio climático. En esta línea, la adaptación al cambio climático en el sector agrícola juega un rol trascendental. De modo general, la adaptación al cambio climático se refiere a “los ajustes en los sistemas ecológicos, sociales o económicos en respuesta a estímulos climáticos reales o previstos y sus efectos o impactos. Se refiere a cambios en los procesos, prácticas y estructuras para moderar los daños potenciales o para beneficiarse de las oportunidades asociadas con el cambio climático” (Umfcc).
El Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (Ipcc) define la adaptación como el proceso de evitar, resistir y recuperarse de los impactos negativos de los riesgos climáticos. Estos riesgos se dividen en tres categorías:
Peligro: Un evento o impacto físico.
• Exposición: Presencia de personas, medios de vida asociados, servicios ambientales e infraestructura que podrían verse afectados adversamente.
• Vulnerabilidad: Las características de una persona o grupo que afectan su capacidad para anticipar, hacer frente, resistir y recuperarse de los efectos adversos de los peligros climáticos.
Durante la COP28, 134 países suscribieron la “Declaración sobre Agricultura Sostenible, Sistemas Alimentarios Resilientes y Acción Climática”. A través de esta firma, de manera inédita, los gobiernos se comprometen a incluir la alimentación y la agricultura en sus planes nacionales contra el cambio climático. Si bien el texto no es jurídicamente vinculante, las naciones firmantes se comprometieron a actualizar a 2030 sus Contribuciones Determinadas a nivel Nacional (NDC), y a 2025 sus planes de adaptación y sus estrategias de biodiversidad (France 24).
Es fundamental promover la adopción y el desarrollo de tecnologías climáticamente inteligentes para los pequeños y medianos agricultores, de modo de fomentar y alcanzar una producción sostenible de alimentos. Para esto, es clave aumentar la inversión en la investigación agrícola. En el caso de América Latina y el Caribe, la mayoría de los países invierten menos del 1% de su PIB agrícola en investigación, rubro esencial para la generación de tecnologías y la adaptación de prácticas sostenibles.
En el BID, estamos comprometidos a apoyar a los países de la región en desarrollar sistemas alimentarios sostenibles, inclusivos y resilientes y alcanzar el Objetivo de Desarrollo Sostenible de Hambre Cero para 2030. Para esto, financiamos intervenciones y políticas basadas en evidencia, bajo un enfoque multisectorial y que abarcan el sistema agroalimentario.
Nuestro plan de acción incluye:
– Fomentar políticas agropecuarias que incrementan la resiliencia climática, la sostenibilidad ambiental y la productividad del sector agrícola.
– Implementar intervenciones que fortalecen los sistemas de protección social, la integración regional, la inocuidad y la sanidad agropecuaria y la infraestructura resiliente.
– Promover inversiones que priorizan a las poblaciones más vulnerables a la inseguridad alimentaria como las mujeres, los niños, los pueblos indígenas y afrodescendientes.
– Generar datos, información y productos de conocimiento que le permita a los gobiernos tomar decisiones oportunas y relevantes.
– Desarrollar tópicos innovadores como agricultura sensible a la nutrición, agroecología e innovación digital para la seguridad alimentaria.
El conocimiento y la información son los pilares para desarrollar políticas sólidas. Por esta razón, monitorear las políticas agrícolas, realizar evaluaciones de impacto de los proyectos agrícolas y difundir estos hallazgos a la comunidad internacional de desarrollo es clave para ofrecer soluciones sólidas con impactos de largo plazo.
* Economista senior de la División de Medio Ambiente, Desarrollo Rural y Administración del Riesgo de Desastres del Banco Interamericano de Desarrollo. Posee un doctorado en Economía de American University en Washington DC, con especialización en desarrollo rural, economía de género y evaluación de impacto de proyectos. En los últimos seis años, ha dirigido el diseño e implementación de varias evaluaciones de impacto de programas de desarrollo rural con el propósito de identificar estrategias efectivas para mejorar la productividad agrícola, los ingresos y la seguridad alimentaria de pequeños productores en la región de América Latina y el Caribe (República Dominicana, Bolivia, Colombia, Perú y México). Su investigación también se expande a temas relacionados con la gestión del riesgo de desastres y cuestiones de género. Actualmente, su trabajo en el BID implica liderar el diseño de proyectos agrícolas (Haití, Bolivia, Perú) y la agenda de evaluación de impacto para las intervenciones en el sector agrícola. Anteriormente, la Dra. Salazar ha trabajado en la División de Economía Agrícola y Desarrollo de la FAO en Roma, Italia, así como en la División de Mejora del Impacto del Centro Internacional de la Papa en Lima, Perú.
** Periodista de la Pontificia Universidad Católica de Chile, máster en Comunicación, Periodismo y Humanidades de la Universidad Autónoma de Barcelona y diplomada en Estudios de Género de la Universidad de Chile, con 15 años de experiencia en medios, en el sector público, el sector privado y organizaciones internacionales. Actualmente, es consultora de comunicaciones de la División de Medio Ambiente, Desarrollo Rural y Administración de Riesgos por Desastres del Banco Interamericano de Desarrollo.