Un reflujo salobre anida en la garganta tras ahogar una cadena de suspiros dentro de una taza donde había café. Voz de madera que atesora entre jirones la figura de una Flor de Canela que dejó inútiles las manos sin el aroma y el calor de sus caricias. De él sólo nos queda una canción-lamento enmudecida para pensarla en vida, la palabra-música que en su lengua habla de un soplo fugado para resguardarlo del olvido. Los dedos recorren temblorosas la encordada y su nombre retenido en el aliento agita el velo de aquella a quien le canta con la voz vaporosa de la lluvia bautismal en sus ríos y sus cañadas, sus lagos y montañas, entre la enseña ondulante y opresiva de la luna solitaria.

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Abismo prieto con alma de metal —forja de los dioses—, purísima entraña de roca helada en el vientre de oscuridad interminable. En la sima, una cascada de luz estruendosa surge de la voluptuosa y enrojecida matriz, restalla sobre la sábana en verdes trastornados —espacio liminar— que a la distancia agobia a un chaparral y pronostica el golpeteo brutal con ardorosa arena; caldea la esperanza en el silencio aterrador sobre los pétalos y el cáliz perfumado para escribir con letras de agua sobre las arrugas ancestrales de La Tierra una promesa de renuevos en los árboles y escurrir en el caparazón de los caracoles. De vez en cuando abrillanta el plumaje de un colibrí en donde pulsa el aliento de un guerrero cuyo nombre perdimos.

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Aunque la veleta girara en sentido desacostumbrado, la barca subía y bajaba errabunda en las turbulentas gibas de aquel al que un día llamara «mi río». En la orilla su mano agitaba un ¡espera! ¡regresa! pero la nave de papel con su nombre en el costado carecía de timón y el impulso del viento llevó atado al velamen la mutua promesa de eternidad.

Un día armé otro barquito con la hoja del cuaderno, esperé la benevolencia hermanada de las dos corrientes y con un ramito de amapolas —por enseña— navegué de regreso en «nuestro río». Otras eran las muñecas, otros los anhelos y en las aguas apacibles vi que en aquel retrato ondulante tampoco yo era ya el mismo.

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Llegó a destiempo y a destiempo partió. Vino de lejos con una guitarra afinada en tono ajeno, traía en el morral ajado el cansancio por una labor lejana, un habla en dos palabras y un lucero punzante en la frente; hablaba de un mar lejano, de una barca, de un nubarrón peregrino y de un viento fuerte —su amigo— para purificarle el aliento.

A destiempo partió, dejó una hortensia florecida y a una alondra sin alimento en la ventana, descordada la guitarra, un libro a medias leído en donde cimentó otro futuro y una duda permanente a medias afirmación. Para viajar ligero abandonó una promesa con voz de tormenta distante cuando la brisa silenciosa le escaldó los labios prietos y le frunció el rostro arrugado.

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Soledad de la Luna más allá de la lluvia,

lluvia que enjuga la soledad de la Luna,

Luna más allá de la lluvia y de la soledad.

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