Flores y espinas

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El albor venerable sobre alas de águila perfila los riscos, centellea sobre huizachales, nopaleras, maizales y palmerales; hermana al mar con el destello de los loros e imita el esplendoroso estertor catastrófico, de sus entrañas llameantes surgen los héroes/colibríes para entonar el Canto por la Vida.

Yacen apelotonadas las sombras y, agotada la esperanza, sobre el sendero nuboso ―desfigurado en el pálpito― transitamos cansinamente ―ya sin huellas― entre nubes de mosquitos, el aroma a helechos, el ulular de un búho ancestral y un ácido aroma macerado en la garganta.

Retrocedemos en la senda de los guijarros para acudir al círculo luminoso donde el batir de los tambores, las cuerdas y el susurro de una flauta extenuada duplican el rumor del rio ―lecho viridina oscuro en el cual la casa del conejo deleita a la tierra―.

Lluvia pertinaz con tendencia a tormenta, reconfortante para las flores con espinas y alegrías ―oración atronadora―; despiadada vorágine de agua con su punzante porvenir y asombros/goces para los peces enclaustrados en la pila del jardín.

El clamor de los cornos excita la tempestad distante, la atrae, la enreda, la anuda sobre nuestras cabezas donde retumba la lucha de los Ángeles de la Luz y los del Conocimiento.

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