Eco

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Llegué con inmadurez y el calzado desaseado,
en las manos un manojo de flores
―sin fragancia―
y la calidez sonora de su voz en presente.

La lluvia pertinaz concentró su vigor
en el universo del macetón de barro vidriado
―sobre alto pedestal―;
con crujido de helechos
fragmentó la aureola de mosquitos.

Abrumado por la oración ascendente de hierro, piedra y cristal, traspuse la plegaria esculpida sobre la puerta principal, labor nacida del talento, conocimiento y destreza de los artesanos calificados en sus logias, obras en el tiempo de sus penas sudorosas, de alegrías, hambres y saciedades, de sus debilidades y  desvelos hermanados a sueños y realidades… cientos de seres desarraigados, nombres sintetizados en el de dos o tres maestros constructores. Exhalé una plegaria en favor de aquellos desconocidos que hoy estremecen mi interior con la perpetuidad de su saber resguardado en hierro, piedra y cristal.

El adoquinado evidencia la lluvia nocturna
y las huellas de la renovación
en el fresco canto del tzentzontle
contrastado por un rojo amanecer

El café ya frio en la taza, un cigarrillo a medias consumido, las páginas de un libro apenas ojeado, las manos inútiles en esta tarde de otoño… Una canción viene y va sin pausa… el viento no refresca el pasado, las horas pasmadas en el reloj reiteran nuestra sinfonía Inconclusa.

Venga la lluvia para revivir al limonero durante el arrullo cristalino de la torcacita entre el aleteo de los cocuyos… allá en La Laguna, el roce de la brizna retiene unos ojos adormilados en la discreción.

Regresé extraviado y con calzado nuevo,
en las manos la fragancia
de noches distantes
y la calidez sonora de su voz
―casi en pasado―.

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