Chamuco

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Esta historia es anticuada. Jacinto ya era viejo cuando mi abuelo vestía pantalón recortado un poco por debajo de las rodillas. Y la contaré porque los tíos y tías ya no están para revivirla ―algunos emigrados y olvidados en cementerios distantes―, los hijos e hijas de éstos la ignoraron entre afanes de mayor premura y, pocos de los que alguna vez la escuchamos en la infancia cuando la vida estaba en la tierra la valoramos adecuadamente. Quedan aquí los hechos insignificantes, sin postizos, ya carentes de los colores y luces, aromas y sabores, susurros y texturas afianzados en destellos que diferenciaban un amanecer al del día siguiente.

Jacinto en aquellos años ―dijimos― ya era viejo y añoso era su aspecto de enmarañada cabellera, luida vestimenta y estropeado sombrero asombrosamente todavía con algo de su forma original lo mismo que aquel sarape ―en sus buenos momentos― a rayas. A Jacinto lo acompañaba un perro viejo y encanijado, pelado y arrugado, cercano a la ceguera: Chamuco, nombre que quizá en un pasado remoto significara algo más que esa ironía lograda en transcurrir de los años.

Jacinto y aquel perro recorrían lentamente el espacio del mercado y los tendidos fijados temporalmente en las callejuelas aledañas. Por las tardes bajaban para ocupar un rincón reservado por derecho de antigüedad en “la Chiquita” por más señas para diferenciarla de la aristocrática y céntrica “El Socorro” (abierta en la accesoria oriental del palacete que originalmente construyera don Pedro Ortiz-Montellanos para iniciar la vida marital con doña María del Socorro García y Gómez, de quien proviniera el nombre para el local). A veces la clientela de la pulquería le miraba fugazmente para continuar cada uno con lo propio. De vez en cuando ―y amplíe el término casi hasta perder su significado temporal― alguien le invitaba un sope ―sin salsa ¡por favor!― que Joaquín compartía en pequeñas porciones con “Chamuco”, dado el precario estado dental  en ambos.

Joaquín y “Chamuco” eran casi invisibles a la manera de lo cotidiano. Jacinto no necesitaba ninguna palabra ni “Chamuco” gruñido alguno para comunicarse. Vivian en una casucha desconchada por años de abandono, por la granizada temporalera, por lluvias menuditas o torrenciales y los vientos del norte que le impactaban directamente los muros salitrosos a donde no llegaban ni las vacas ni los chivos a lengüetear las hojuelas blanquizcas en aquella precaria construcción en el montículo pomposamente nombrado “Cerro del huizachal” en donde “La Acordada”, en el pasado fusilara o, en el ahorro del preciado “parque”, abandonara a los colgados para escarmiento de abigeos y atacantes de las carretas en el camino rustico hacia la cabecera municipal. Y más de una ocasión, ya de pasadita, a los enemigos de las autoridades tildados convenientemente de delincuentes.

Un domingo a la salida de la misa de diez, “Chamuco”, echado junto al monumento patrio en la Plaza frente al portón principal de la Parroquia de Nuestra Señora de los Dolores estorbaba el paso de “los señores” y “las señoras” en su vuelta al jardín para saludar a los vecinos destacados y, a la vez para disfrutar el helado acostumbrado antes de ir a casa en espera de la hora propia a la comida familiar. Los criados, anticipando el gesto de sus parones empujaban con sus bastones al perro ―levemente, hay que decirlo― para apartarlo del paso de la comitiva, momento en que regresó Joaquín, quien, a la primera mirada supo que “Chamuco” estaba muerto. Ya nadie tuvo el ánimo para alejar el cuerpo del animal y al hombre desconcertado. Fue a media tarde cuando alguien llevó una manta para cubrir los restos de “Chamuco” y ayudar a Joaquín a trasladar los restos a las cercanías del “Cerro”.

―oOo―

Por algunos días resultó notoria la ausencia del viejo Joaquín en su rincón de “La Chiquita”. El miércoles o el jueves lo encontraron sin vida sobre un burdo y reciente montículo junto al derruido muro, al fondo, en el lado norte del panteón municipal, bajo los torcidos brazos del seco mezquite.

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