Así es, este año no habrá «ofrenda». No colocaré sobre la mesa el mantelito morado, aquel con el bordado bellísimo que le comprara a la no menos bella mazahua allá por el mercado. No pondré en el platón poblano el «pan de muerto con huesitos» para comerlo al final de la temporada con una taza de chocolate espeso y caliente. No habrá frutas frescas ni cristalizadas, calabaza y camote, dulces, las copas con tequila, con mezcal… la botella con cerveza, el pulque que terminará agrio en el vaso ni los cigarrillos —que fumaría el día 3 en honor de quienes lo acostumbraran— ni «compartiré» el pan y el queso más gratos a mi paladar que al de los difuntos para suplir los guisos preferidos. ¡No habrá más ceremonia silenciosa en el vaivén de las luminarias y las columnitas aromáticas del incienso! Éso ya resulta inútil junto con los trozos de papel «picado» que año tras año colocara a manera de banderines sobre la mesa y por dentro de las ventanas. Lo narro para evitar mayores engaños y merma a la ya de por sí agobiante economía familiar. Lo supe ayer. Exigió un permanente y difícil esfuerzo aunado a la paciencia para constatar una verdad largamente escatimada. Ayer me percaté de ello y al derrotar una solapada cadena de engaños aparto la verdad escatimada a la vida en el día tras día.

La respuesta vino a mí casualmente —algo así como la pregonada e improbada «intuición»— o si usted lo prefiere, a manera de síntesis natural de esas que el cerebro cargado con información deshilvanada pausadamente y que un buen día y en la hora inesperada brota sorpresivamente en la conciencia tras realizar las sumas, restas, divisiones y multiplicaciones de los datos: una maravilla.

Ahora sé definitivamente que para todos los seres llega el momento en que aparecen «los enviados» para informarnos que ya es el momento del ocultamiento: de «la desaparición«. En todas las casas hay un portillo que da a un pasaje oculto entre los muros por donde sale la persona cuando llegan los familiares al espacio en donde la vida les fuera común.

Fue en vano buscar desaforadamente la «Fuente de Juvencia», la «Pila de Bethesda», la recurrente y sabia afirmación de la transmutación del ser, justificatorio discurso para aminorar la pena. A lo largo de la Historia inventamos dioses y héroes con sus atributos de indestructibilidad para evadirle el cuerpo a la guadaña, a fin de esquilmarle a «la huesuda» su poderío. Nada de ello necesitábamos porque tal situación es ajena a la realidad.

Sé que en cada mansión, casa, en todo departamento y en la choza misérrima hay un espacio discreto en donde el supuesto fallecido nos evita cuando regresamos con la firme esperanza de reencontrar algo de «su presencia» y que la brutal separación no es más que una broma cruel, una burla innecesaria: «ellos» viven tal cual usted y yo, sólo que para aliciente en el esfuerzo humano colectivo los sabios de antaño inventaron la conclusión de la vida para evitarle a la sociedad el inmovilismo anquilosador.

Pero yo descubrí que no hay tal fin ni realidad. Sólo me falta detectar el espacio por donde ella sale cuando yo llego a su casa y un día lograré sorprenderla al descansar en su sillón favorito, al escuchar la música que disfrutaba o con su plato en el lugar en donde ella «comía» para demostrar la falsía de esa patraña a lo largo de nuestras vidas.

Por ello, cuando me toque el turno y me pidan que esconda mi existencia dentro de los muros de la casa, le anticipo, me revelaré, no les daré ese gusto y permaneceré aquí entre todos ustedes para no arrojarme al vertedero y causar esa pena por aquel ser amado que murió reconfortado por los sacramentos correspondientes, ése quien siempre fue bueno —casi perfecto— al que nunca le cercaran enemigos y a quien todos querían. Un buen día encontraré esos pasadizos y abriré todos los muros en donde escondemos a quienes denominamos «fallecidos». ¡Le doy mi palabra! Aún más, demostraré la impostura y desaparecerá la figura correspondiente de la baraja en la lotería: será una pena en las ferias regionales pero, a esa redibujada tarjeta a la que nos acostumbraremos prontamente la denominaremos «El muro»: ¡Lotería!

(¡Ahí están! ¿Oye usted los susurros? Escúchelos, están detrás de esta pared. Venga, derribémosla y verá que ahí están. ¡Escúchelos! ¡Escúchame!

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