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Washington, D. C., 25 de septiembre de 2018.- Cuando Liliane Pari Umuhoza estaba creciendo en el complejo para jóvenes Agahozo-Shalom Youth Village, una bucólica instalación a una hora en auto desde Kigala, la capital de Ruanda, aprendió algunas palabras de hebreo: tikun halev, que significa curar el corazón y tikun olam, curar el mundo.

Umuhoza es una de los 1,245 jóvenes de Ruanda que considera ese complejo su hogar luego de perder a miembros de su familia durante el genocidio en Ruanda en la década de 1990. Es un lugar donde algunos de los niños de un país roto por un genocidio han ido a vivir, estudiar y otra vez formar parte de una familia.

En 1994, milicias protegidas por el gobierno asesinaron a lo que se calcula un millón de personas en Ruanda, eliminando al 70 por ciento de la población tutsi. Unos 95,000 niños quedaron huérfanos durante el genocidio. Umuhoza era muy pequeña cuando perdió a muchos miembros de su familia.

En el complejo para jóvenes de Agahozo-Shalom “primero te curan el corazón de manera que uno pueda salir a curar el mundo. Yo siento que es eso lo que ha ocurrido con mi vida”, dice Umuhoza.

Más que una escuela o un orfanato, el complejo para jóvenes es una comunidad de sobrevivientes. La fallecida abogada estadounidense de origen judío Anne Heyman lo creó siguiendo el modelo de los complejos para jóvenes en Israel construidos para atender a los huérfanos luego del Holocausto.

“Nosotros consideramos como una obligación judía ayudar a quienes han sufrido un trauma similar al nuestro”, dice Shiri Sandler, directora gerente desde Estados Unidos del complejo en Ruanda. “Nosotros pasamos por el Holocausto, por ello nuestra obligación es ayudar otros que hayan sobrevivido a un genocidio”

Siendo adolescente en 2007 Umuhoza se trasladó al complejo para jóvenes Agahozo-Shalom como parte del primer grupo que allí se instaló. Vivía en una casa junto a otras 16 muchachas que habían sufrido un trauma similar al suyo. Entre ellas se llamaban hermanas y los muchachos se llamaban hermanos. Cada casa estaba a cargo de una “mamá”, con frecuencia una mujer de Ruanda que había perdido a sus hijos durante la matanza.

“El modelo de familia … les permite a los estudiantes ganar los elementos protectores que puedan ayudarlos a impedir el desarrollo del desastre de estrés post-traumático, o para que sea menos grave”, dice Hannah Greenwald, una estadounidense que trabaja allí en los cuidados a la salud.

Mientras el año 1994 se adentra cada vez más en el pasado “el trauma del genocidio en Ruanda está todavía muy presente en la vida de nuestros estudiantes”, dice Sandler. En años recientes, el pueblo ha recibido a algunos de los 20,000 niños nacidos de víctimas de violaciones cometidas durante el genocidio y que luego fueron criados por padres que estaban traumatizados por el genocidio.

Umuhoza considera como un imperativo nacional curar a los niños de los traumas posteriores al genocidio. La curación para ella se produjo al relatar su caso. Ella lo comparte en universidades de todo Estados Unidos. Luego de graduarse del Colegio Universitario Juniata en Pensilvania, quiere regresar a su país para realizar talleres dedicados a sanar a las mujeres que fueron violadas durante el genocidio.

“Tenemos que alentar a las sobrevivientes a que narren lo que les ocurrió. Es una lección para siempre para nuestro país y para el mundo”, dice.

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