El Más Antiguo Galván es un calendario que se publica, anualmente, desde hace 190 años. Es toda una tradición editorial en México. Durante muchísimas décadas fue la Biblia del tiempo, clima y datos astronómicos para la población, especialmente la rural. Todo mundo lo consultaba para conocer cómo venía el año y qué les esperaba. No existían en ese entonces los modernos sistemas de información actuales que ofrecen de inmediato, la información deseada.

Una de las mayores aportaciones que hizo a la sociedad el citado calendario fue ser referente único para poner el nombre a los hijos. Cuando nacía un hijo, de inmediato, los padres veían el santoral de ese día en el Más Antiguo Galván, donde estaban todos los nombres del Martirologio Romano, y de ahí escogían el que más les parecía o les gustaba y era el nombre que, de por vida, llevaba el nuevo ser humano.

Eso era antes, porque ahora, con la invasión de la cultura anglosajona en América Latina, el Más Antiguo Galván cayó en desuso. Es ya obsoleto para escoger el nombre de los hijos. Los actuales corresponden no al Martirologio Romano, sino a los artistas o actrices de moda, nombres ficticios de la mitología gringa o nombres comunes, pero con traducción anglosajonas y hasta apellidos que se transforman en nombres propios en las comunidades latinoamericanas.

Por eso, abundan los Jhonatan, las Jenifer, las Hillary, los Brando y los Kevin, entre otros muchos. Lo curioso es que cuando no se tiene un nombre anglosajón, el de origen hispano se agringa. Así, a los Guillermos, que de estimación se les llamaba Memo, ahora se les designa William o Bill; a Juan, Johnny, y a Pedro, Peter. Así, por el estilo. Esto es lo más habitual en los medios urbanos, en especial.

Ante tal proliferación de ese tipo de nombres, algunas ciudades y hasta estados federativos, han decretado que, por ley, se prohíba su uso, ya que esos nombres inducen a que los infantes enfrenten en los colegios, burlas, acosos, hostigamientos y frases sarcásticas (que ahora llaman bullying), sobre todo, cuando tal designación personal no corresponde a las características morfológicas ni a los apellidos del portador de dicho nombre extranjero.

Tal vez, el caso más ilustrativo de esta transculturización de los nombres propios se tenga en la polémica política mexicana Yeidckol, quien fue bautizada y registrada oficialmente con el nombre de Citlali (de origen prehispánico), onomásticos que, igualmente, llevan sus hermanas Yólotl y Tonantzin, a quienes se suma Guillermina que es la única con nombre no prehispánico.

Por algún motivo o razón (que, pese a las muchas explicaciones de su parte, no convencieron, casi a nadie), Citlali decidió cambiarse el nombre. Ahora se llama Yeidckol, pero no sólo eso. Aprovechó la ocasión y también modificó sus apellidos paterno y materno, que eran Ibáñez Camacho, para convertirlos en Polevnsky Gurwitz Sus hermanas mantienen sus apelativos originales; Yeidckol o Citlali, como usted guste llamarla, no.

Asegura que su nuevo nombre tiene antecedentes polacos y que es de origen hebreo que quiere decir: “El llamado de Dios”. Sus hijos se llaman: Larry y Shirley, ambos con los apellidos Almaguer Camacho, correspondientes a los su abuela, Guillermina Camacho, y su esposo, Simón Almaguer.

Pero esto es otra historia. Historia a la cual, en el reciente pasado se dedicaron muchas notas informativas, comentarios y columnas políticas.

Lo importante es que en el Más Antiguo Galván viene especificado que el 1 de noviembre es el Día de Todos los Santos, o sea, es el cumpleaños de toda la humanidad. Por eso, se denomina en el lenguaje popular: Todosantos, y el 2, es el Día de los Fieles Difuntos, dedicado a conmemorar la memoria de quienes ya han muerto, fecha cuando se recuerda con diversas manifestaciones, en base a usos y costumbres de las religiones judeo-cristiana y prehispánicas, que incluyen asistir a misa, orar por ellos y visitar panteones o colocar ofrendas en los hogares y plazas públicas con las viandas que el difunto disfrutaba comer y beber, entre otras más.

Eso fue en eras calendáricas anteriores. Ahora, la modernidad, transculturización y la Aldea Global son las imperantes en América Latina.

El Todosantos y Día de Muertos se fundieron en un solo festejo (ya no recordatorio), al que se sumó el Halloween, para convertir a estos días en un asueto que, como toda fecha feriada, es de gozo, baile, diversión y todo lo de más “hasta donde el cuerpo aguante”.

Los infantes, que antes salían con disfraces caseros, a pedir “su calaverita” y que en auténticos ejércitos recorrían, receptáculo en mano, los vecindarios y plazas públicas y a quienes los adultos obsequiaban lo mismo dinero que dulces o algún manjar, ahora se convierten en modernos y pueriles draculitas, brujitas y demás espanta adultos holliwoodenses, que se entremezclan con las catrinas y huesudas mexicanas y conviven ambos disfraces en santa paz.

El significado de la muerte es común en Latinoamérica por sus tradiciones judeo-cristiana y creencias prehispánicas.

En México tiene hondas raíces en la cultura popular. Se conjugan los ritos precolombianos, en sus expresiones de reencarnación, vida-muerte y remembranzas del más allá con las tradiciones coloniales manifestadas en la leyenda de La Llorona, mujer que perdió a sus hijos y que, por ello, todas las noches deambula por las calles en su búsqueda con su lamentable grito de soledad y desesperanza existenciales: “¡Ay, mis hijos!”.

A esa folclórica tradición, pronto se sumó la de “Las Catrinas”, alegoría surgida a finales del Siglo XIX, cuyo mayor ejemplo es la de José Guadalupe Posada, quien resumió de esa forma artística los antecedentes del mito popular.

Según la Wikipedia, “La historia de La Catrina empieza durante los gobiernos de Benito Juárez, Sebastián Lerdo de Tejada y Porfirio Díaz. En estos periodos, se empezaron a popularizar textos escritos por la clase media que criticaban, tanto a la situación del país como de las clases privilegiadas. Los escritos, redactados de manera burlona y acompañados de dibujos de cráneos y esqueletos se empezaron a reproducir en los periódicos llamados de combate. Eran calaveras vestidas con ropas de gala, bebiendo pulque, montadas a caballo, en fiestas de la alta sociedad o de un barrio… todas para retratar la miseria, errores políticos (y) la hipocresía de una sociedad, como es el caso de ‘La Catrina’.

“La palabra ‘catrín’ definía a un hombre elegante y bien vestido, el cual iba acompañado de alguna dama con las mismas características. Este estilo fue una imagen clásica de la aristocracia de fines del siglo XIX y principios del XX. Es por ello que, al darle una vestimenta de ese tipo, Diego Rivera convirtió a ‘La Calavera Garbancera’ en “La Catrina”.

Se trataba de una forma común de denuncia y de crítica social en las publicaciones de la época que usaron varios caricaturistas como Constantino Escalante, Santiago Hernández y Manuel Manilla.

“La versión original es un grabado en metal con autoría del caricaturista José Guadalupe Posada. El nombre original es Calavera Garbancera. «Garbancera» es la palabra con la que se conocía entonces a las personas que vendían garbanzo que teniendo sangre indígena pretendían ser europeos, ya fueran españoles o franceses (este último más común durante el Porfiriato) y renegaban de su propia raza, herencia y cultura”.

“El hecho de que la calavera no tiene ropa, sino únicamente sombrero, desde el punto de vista de Posada, es una crítica a muchos mexicanos del pueblo que son pobres, pero que aun así quieren aparentar un estilo de vida europeo que no les corresponde”.

Ahora a estas imágenes de la tradición popular se han sumado la aparición, en los últimos días, de los payasos que amedrentan a la población y que, en algunos casos, han ocasionado graves incidentes, sobre todo en Estados Unidos, de donde viene la moda, pero que ya está presente en casi toda América Latina.

El escritor, poeta, novelista y Nobel de Literatura 1990, Octavio Paz, es uno de los más grandes investigadores y expositores de lo que es el mexicano y su relación con la muerte.

En su libro “El laberinto de la soledad”, describe a la perfección esa intensa interrelación. En lo referente al capítulo: “Todos Santos, Día de Muertos”, Paz escribe: “Para el mexicano cualquier cosa es motivo de festejo, todo su calendario se encuentra lleno de éstos. Sus fiestas se caracterizan por sus colores, su gente, sus dulces y su vestuario.

La muerte mexicana es el espejo de la vida… La muerte se presenta en nuestras fiestas, juegos y otros. Es algo que nunca nos abandona. Los europeos y norteamericanos son los opuestos a esta actitud mexicana. Así es como nuestra impasibilidad cubre a la vida con la muerte, el mexicano siempre se ha cerrado a la vida y a la muerte.

La muerte es un espejo que refleja las vanas gesticulaciones de la vida. Toda esa abigarrada confusión de actos, omisiones, arrepentimientos y tentativas —obras y sobras— que es cada vida, encuentran en la muerte, ya que no tiene sentido o explicación, fin. Frente a ella nuestra vida se dibuja e inmoviliza. Antes de desmoronarse y hundirse en la nada, se esculpe y vuelve forma inmutable: ya no cambiaremos sino para desaparecer. Nuestra muerte ilumina nuestra vida. Si nuestra muerte carece de sentido, tampoco lo tuvo nuestra vida. Por eso, cuando alguien muere de muerte violenta, solemos decir: «se lo buscó». Y es cierto, cada quien tiene la muerte que se busca… Muerte de cristiano o muerte de perro son maneras de morir que reflejan maneras de vivir. Si la muerte nos traiciona y morimos de mala manera, todos se lamentan: hay que morir como se vive. La muerte es intransferible, como la vida. Si no morimos como vivimos es porque realmente no fue nuestra la vida que vivimos: no nos pertenecía, como no nos pertenece la mala suerte que nos mata. Dime cómo mueres y te diré quién eres.

Para los antiguos mexicanos la oposición entre muerte y vida no era tan absoluta como para nosotros. La vida se prolongaba en la muerte. Y a la inversa. La muerte no era el fin natural de la vida, sino fase de un ciclo infinito. Vida, muerte y resurrección eran estadios de un proceso cósmico, que se repetía insaciable. La vida no tenía función más alta que desembocar en la muerte, su contrario y complemento; y la muerte, a su vez, no era un fin en sí; el hombre alimentaba con su muerte la voracidad de la vida, siempre insatisfecha. El sacrificio poseía un doble objeto: por una parte, el hombre accedía al proceso creador (pagando a los dioses, simultáneamente, la deuda contraída por la especie); por la otra, alimentaba la vida cósmica y la social, que se nutría de la primera.

Posiblemente el rasgo más característico de esta concepción es el sentido impersonal del sacrificio. Del mismo modo que su vida no les pertenecía, su muerte carecía de todo propósito personal. Los muertos —incluso los guerreros caídos en el combate y las mujeres muertas en el parto, compañeros de Huitzilopochtli, el dios solar— desaparecerían al cabo de algún tiempo, ya para volver al país indiferenciado de las sombras, ya para fundirse al aire, a la tierra, al fuego, a la substancia animadora del universo. Nuestros antepasados indígenas no creían que su muerte les pertenecía, como jamás pensaron que su vida fuese realmente «su vida», en el sentido cristiano de la palabra. Todo se conjugaba para determinar, desde el nacimiento, la vida y la muerte de cada hombre: la clase social, el año, el lugar, el día, la hora. El azteca era tan poco responsable de sus actos como de su muerte.

Religión y destino regían su vida, como moral y libertad presiden la nuestra. Mientras nosotros vivimos bajo el signo de la libertad y todo —aun la fatalidad griega y la Gracia de los teólogos— es elección y lucha, para los aztecas el problema se reducía a investigar la no siempre clara voluntad de los dioses. De ahí la importancia de la prácticas adivinatorias. Los únicos libres eran los dioses. Ellos podían escoger y, por lo tanto, en un sentido profundo, pecar. La religión azteca está llena de grandes dioses pecadores —Quetzatcóatl, como ejemplo máximo—, dioses que desfallecen y pueden abandonar a sus creyentes, del mismo modo que los cristianos reniegan a veces de su Dios. La Conquista de México sería inexplicable sin la traición de los dioses que reniegan de su pueblo.

La muerte moderna no posee ninguna significación que la trascienda o refiera a otros valores. En casi todos los casos es, simplemente, el fin inevitable de un proceso natural. En un mundo de hechos, la muerte es un hecho más. Pero como es un hecho desagradable, un hecho que pone en tela de juicio todas nuestras concepciones y el sentido mismo de nuestra vida, la filosofía del progreso (¿el progreso hacia dónde y desde dónde?, se preguntaba Scheler) pretende escamotearnos su presencia. En el mundo moderno todo funciona como si la muerte no existiera. Nadie cuenta con ella. Todo la suprime: las prédicas de los políticos, los anuncios de los comerciantes, la moral pública, las costumbres, la alegría a bajo precio y la salud al alcance de todos que nos ofrecen hospitales, farmacias y campos deportivos. Pero la muerte, ya no como tránsito, sino como gran boca vacía que nada sacia, habita todo lo que emprendemos. El siglo de la salud, de la higiene, los anticonceptivos, las drogas milagrosas y los alimentos sintéticos, es también el siglo de los campos de concentración, del Estado policíaco, de la exterminación atómica y del murder story. Nadie piensa en la muerte, en su muerte propia, como quería Rilke, porque nadie vive una vida personal. La matanza colectiva no es sino el fruto de la colectivización.

También para el mexicano moderno la muerte carece de significación. Ha dejado de ser tránsito, acceso a otra vida más vida que la nuestra. Pero la intranscendencia de la muerte no nos lleva a eliminarla de nuestra vida diaria. Para el habitante de Nueva York, París o Londres, la muerte es la palabra que jamás se pronuncia porque quema los labios. El mexicano, en cambio, la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente. Cierto, en su actitud hay quizá tanto miedo como en la de los otros; mas al menos no se esconde ni la esconde; la contempla cara a cara con impaciencia, desdén o ironía: «si me han de matar mañana, que me maten de una vez».

La indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida. El mexicano no solamente se postula la intranscendencia del morir, sino del vivir. Nuestras canciones, refranes, fiestas y reflexiones populares manifiestan de una manera inequívoca que la muerte no nos asusta porque «la vida nos ha curado de espantos». Morir es natural y hasta deseable; cuanto más pronto, mejor. Nuestra indiferencia ante la muerte es la otra cara de nuestra indiferencia ante la vida. Matamos porque la vida, la nuestra y la ajena, carece de valor. Y es natural que así ocurra: vida y muerte son inseparables y cada vez que la primera pierde significación, la segunda se vuelve intranscendente. La muerte mexicana es el espejo de la vida de los mexicanos. Ante ambas el mexicano se cierra, las ignora.

El desprecio a la muerte no está reñido con el culto que le profesamos. Ella está presente en nuestra fiestas, en nuestros juegos, en nuestros pensamientos. Morir y matar son ideas que pocas veces nos abandonan. La muerte nos seduce. La fascinación que ejerce sobre nosotros quizá brote de nuestro hermetismo y de la furia con que lo rompemos. La presión de nuestra vitalidad, constreñida a expresarse en formas que la traicionan, explica el carácter mortal, agresivo o suicida, de nuestras explosiones. Cuando estallamos, además, tocamos el punto más alto de la tensión, rozamos el vértice vibrante de la vida. Y allí, en la altura del frenesí, sentimos el vértigo: la muerte nos atrae.

Por otra parte, la muerte nos venga de la vida, la desnuda de todas sus vanidades y pretensiones y la convierte en lo que es: unos huesos mondos y una mueca espantable. En un mundo cerrado y sin salida, en donde todo es muerte, lo único valioso es la muerte. Pero afirmamos algo negativo. Calaveras de azúcar o de papel de China, esqueletos coloridos de fuegos artificiales, nuestras representaciones populares son siempre burla de la vida, afirmación de la nadería e insignificancia de la humana existencia. Adornamos nuestras casas con cráneos, comemos el día de los Difuntos panes que fingen huesos y nos divierten canciones y chascarrillos en los que ríe la muerte pelona, pero toda esa fanfarronada familiaridad no nos dispensa de la pregunta que todos nos hacemos: ¿qué es la muerte? No hemos inventado una nueva respuesta. Y cada vez que nos la preguntamos, nos encogemos de hombros: ¿qué me importa la muerte, si no me importa la vida?.

El mexicano, obstinadamente cerrado ante el mundo y sus semejantes, ¿se abre a la muerte? La adula, la festeja, la cultiva, se abraza a ella, definitivamente y para siempre, pero no se entrega. Todo está lejos del mexicano, todo le es extraño y, en primer término, la muerte, la extraña por excelencia. El mexicano no se entrega a la muerte, porque la entrega entraña sacrificio. Y el sacrificio, a su vez, exige que alguien dé y alguien reciba. Esto es, que alguien se abra y se encare a una realidad que lo trasciende. En un mundo intranscendente, cerrado sobre sí mismo, la muerte mexicana no da ni recibe; se consume en sí misma y a sí misma se satisface. Así pues, nuestras relaciones con la muerte son íntimas —más íntimas, acaso, que las de cualquier otro pueblo— pero desnudas de significación y desprovistas de erotismo. La muerte mexicana es estéril, no engendra como la de los aztecas y cristianos.

Así, frente a la muerte hay dos actitudes: una, hacia adelante, que la concibe como creación; otra, de regreso, que se expresa como fascinación ante la nada o como nostalgia del limbo. Ningún poeta mexicano o hispanoamericano, con la excepción, acaso, de César Vallejo, se aproxima a la primera de estas dos concepciones. En cambio, dos poetas mexicanos, José Gorostiza y Xavier Villaurrutia, encarnan la segunda de estas dos direcciones. Si para Gorostiza la vida es «una muerte sin fin», un continuo despeñarse en la nada, para Villaurrutia la vida no es más que ‘nostalgia de la muerte».

La afortunada imagen que da título al libro de Villaurrutia, Nostalgia de la muerte, es algo más que un acierto verbal. Con él, su autor quiere señalarnos la significación última de la poesía. La muerte como nostalgia y no como fruto o fin de la vida, equivale a afirmar que no venimos de la vida sino de la muerte. Lo antiguo y original, la entraña materna, es la huesa y no la nariz. Esta aseveración corre el riesgo de parecer una vana paradoja o la reiteración de un viejo lugar común: todos somos polvos y vamos al polvo. Creo, pues, que el poeta desea encontrar en la muerte (que es, en efecto, nuestro origen) una revelación que la vida temporal no le ha dado: la de la verdadera vida. Al morir”.

Hasta aquí, parte importante de esa visión del mexicano frente a la muerte. Laberinto de la Soledad fue escrito por Paz a mediados del siglo pasado. De ese entonces a la fecha, muy poco ha cambiado tal visión.

La canción vernácula no es más que la continuación de esa psiqué del mexicano. Así lo describe el popular cantautor guanajuatense José Alfredo Jiménez, en su interpretación a “Para morir iguales”, cuya letra es la siguiente:

“El tiempo seguirá su marcha interminable
quién sabe a dónde vayas,
quién sabe a dónde acabes.
y yo te buscaré por cielos y por mares
rompiendo mi destino para morir iguales”.

Misma visión que se mantiene vigente en la nueva música del corrido norteño, muy de moda en los medios urbano. Un ejemplo de esto es la canción “La venganza del viejito”, historia de un anciano a quien le matan a sus tres hijos y hace todo lo posible por vengar sus muertes, interpretada por los Cadetes de Linares:

“Un viejito solitario
ya se ha cobrado su deuda
hoy sólo espera la muerte
porque también es pareja
ahora vive del recuerdo
en el Estado de Texas”.

Pero, tal vez, quien mejor logra sintetizar todo ese entramado de sentimientos, motivos, experiencias y hasta sin sentido de la dualidad vida-muerte sea el poeta saltillense, Manuel Acuña, que compendia todo en su inolvidable texto “Ante un cadáver que, junto con “Nocturno” a Rosario, fueron la cubre del vate coahuilense.

Este es el poema. Disfrútelo:

Ante un cadáver

¡Y bien! Aquí estás ya…, sobre la plancha
donde el gran horizonte de la ciencia
la extensión de sus límites ensancha.

Aquí, donde la rígida experiencia
viene a dictar las leyes superiores
a que está sometida la existencia.

Aquí, donde derrama sus fulgores
ese astro a cuya luz desaparece
la distinción de esclavos y señores.

Aquí, donde la fábula enmudece
y la voz de los hechos se levanta
y la superstición se desvanece.

Aquí, donde la ciencia se adelanta
a leer la solución de ese problema
que sólo al anunciarse nos espanta.

Ella, que tiene la razón por lema,
y que en tus labios escuchar ansía
la augusta voz de la verdad suprema.

Aquí está ya… tras de la lucha impía
en que romper al cabo conseguiste
la cárcel que al dolor te retenía.

La luz de tus pupilas ya no existe,
tu máquina vital descansa inerte
y a cumplir con su objeto se resiste.

¡Miseria y nada más!, dirán al verte
los que creen que el imperio de la vida
acaba donde empieza el de la muerte.

Y suponiendo tu misión cumplida
se acercarán a ti, y en su mirada
te mandarán la eterna despedida.

¡Pero no!…, tu misión no está acabada,
que ni es la nada el punto en que nacemos,
ni el punto en que morimos es la nada.

Círculo es la existencia, y mal hacemos
cuando al querer medirla le asignamos
la cuna y el sepulcro por extremos.

La madre es sólo el molde en que tomamos
nuestra forma, la forma pasajera
con que la ingrata vida atravesamos.

Pero ni es esa forma la primera
que nuestro ser reviste, ni tampoco
será su última forma cuando muera.

Tú sin aliento ya, dentro de poco
volverás a la tierra y a su seno
que es de la vida universal el foco.

Y allí, a la vida, en apariencia ajeno,
el poder de la lluvia y del verano
fecundará de gérmenes tu cieno.

Y al ascender de la raíz al grano,
irás del vergel a ser testigo
en el laboratorio soberano.

Tal vez para volver cambiado en trigo
al triste hogar, donde la triste esposa,
sin encontrar un pan sueña contigo.

En tanto que las grietas de tu fosa
verán alzarse de su fondo abierto
la larva convertida en mariposa,

Que en los ensayos de su vuelo incierto
irá al lecho infeliz de tus amores
a llevarle tus ósculos de muerto.

Y en medio de esos cambios interiores
tu cráneo, lleno de una nueva vida,
en vez de pensamientos dará flores,

En cuyo cáliz brillará escondida
la lágrima tal vez con que tu amada
acompañó el adiós de tu partida.

La tumba es el final de la jornada,
porque en la tumba es donde queda muerta
la llama en nuestro espíritu encerrada.

Pero en esa mansión a cuya puerta
se extingue nuestro aliento, hay otro aliento
que de nuevo a la vida nos despierta.

Allí acaban la fuerza y el talento,
allí acaban los goces y los males
allí acaban la fe y el sentimiento.

Allí acaban los lazos terrenales,
y mezclados el sabio y el idiota
se hunden en la región de los iguales.

Pero allí donde el ánimo se agota
y perece la máquina, allí mismo
el ser que muere es otro ser que brota.

El poderoso y fecundante abismo
del antiguo organismo se apodera
y forma y hace de él otro organismo.

Abandona a la historia justiciera
un nombre sin cuidarse, indiferente,
de que ese nombre se eternice o muera.

Él recoge la masa únicamente,
y cambiando las formas y el objeto
se encarga de que viva eternamente.

La tumba sólo guarda un esqueleto
mas la vida en su bóveda mortuoria
prosigue alimentándose en secreto.

Que al fin de esta existencia transitoria
a la que tanto nuestro afán se adhiere,
la materia, inmortal como la gloria,
cambia de formas, pero nunca muere.

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