Terror descendente

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La de malas. Recién probado el café en el vaso desechable comprado en el autoservicio, la llanta posterior izquierda negó el servicio para el cual fuera adquirida. Y, aunque no es un desperfecto de esos que lo dejan a uno lastimosamente varado en la autopista—México-Querétaro para precisar— pues R… contaba con dos llantas de refacción, la hora en asociación a una corriente de viento frío hermanado a la lluvia helada significaba una contrariedad para el cambio del neumático.

El tiempo transcurrido en abrir la cajuela, sacar «el gato», aflojar los birlos —uno de ellos reacio (aquí tres maldiciones ensartadas hábilmente)— sujetar el soporte, levantar el auto, quitar y mudar la llanta, quitar el soporte, afianzar nuevamente los birlos, guardar los instrumentos y la llanta dañada, ingresar nuevamente al confort del automóvil y evadir aquel frío terrible de la noche exigió el tiempo suficiente para que el café perdiera su adecuada temperatura. En fin, son imponderables.

Para evitar un mal mayor, en la primera oportunidad, junto a un restaurante carretero casi saturado con los operadores de esos grandes transportes —realidad que destruye la idea de que cuando uno duerme la vida en general descansa pues la constante actividad humana en esos espacios corrige tal equivoco— encontramos remedio en una vulcanizadora con servicio las 24 horas. —No vaya a ser que… caray, uno nunca sabe…

El hombre revisó el neumático de un lado, del otro, en la «pisada», en la unión con el rin, le inyectó nuevamente aire y… determinó que no había daño.

—¿Cómo? si «se bajó» completamente.

—Pues no hay daño. — reafirmó el hombre del overol pringoso un tanto molesto ante la incomprensión del cliente.

—A unos cinco kilómetros de aquí perdió presión y ¡ya vio usted! estaba baja y así era imposible rodarla.

—¡Hummm! Por ahí empezáramos. Hacia atrás queda el cerro de Santa Teresa —informó el hombre— y agradézcanle a Dios, a la fortuna o a quienes ustedes quieran que todo quedó en éso.  Ahí suceden cosas fuera de lo natural. Unos comentan que algunas noches desde la cumbre del cerro bajan enormes bolas de fuego que no queman nada de hierba pero que, si topan con un animal o persona, la consumen totalmente. Los habitantes dicen que son unas brujas que viven en un hueco allá arriba y que bajan para destruir la tranquilidad y felicidad que ellas no disfrutan…

—¡Nada qué! Mi abuelo dice que son seres anteriores a las brujas y que desde que el mundo es mundo asustan a los vivos que por ahí transitan. Ya fuera «a pie», a caballo o mula, en carreta…, si van solos o en caravana. Aún los muy hombrecitos evitan pasar de noche por ahí— dictaminó el desgarbado ayudante al llevar el neumático a la cajuela.

—… otros dicen que son los espíritus sin reposo de seres cuyos graves pecados sin la absolución final les abandonaron en ese tormento eterno de rodar una y otra vez dentro de las esferas de fuego —continuó sin considerar el comentario de su ayudante—. Lo que sí le digo, y es cosa que a mí me sucedió, en ese lugar «habita» un diablo que hiere y le sorbe la vida a quienes tienen la mala fortuna de permanecer mucho tiempo en sus dominios. Viste siempre de negro y por éso resulta difícil verlo antes de que esté ya junto a uno; le cubre el largo cabello un sombrero y su sonrisa en una boca casi sin labios resulta aterradora por el contraste de su rostro enflaquecido y oscuro con la blanquísima dentadura. A ése yo sí que lo vi, así como lo miro a usted. La verdad, corrieron con suerte—. Afirmó con suficiencia el mecánico carretero.

Fogueados en el espacio preponderante de la razón contraria a las consejas y misterios transformados y enriquecidos por cada narrador en el tiempo y en el ocio, agradecimos y pagamos el servicio, subimos con una nueva dotación de café al automóvil y sonreímos ante la historia aquella de las brujas, de espíritus condenados en bolas de fuego y del diablo que rige las noches a un lado de la Autopista México-Querétaro a las faldas del cerro de Santa Teresa —que ahora posee una gran cruz blanqueada en su cúspide— . Antes de reanudar el recorrido encendí un cigarrillo para paliar los efectos de aquel frío nocturno, aunque R… dijera que los nervios, que mis nervios… ¡por favor! Aunque él deberá perdonarme la indiscreción, le dio tres o cinco torpes fumadas a un cigarrillo maltratado por sus dedos.

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