Es su imagen un cartel; embutido en traje de tela fina y delicada confección, camisa sin insinuación de arruga, corbata a la moda y un cinturón de hebilla relumbrante; dentro del calzado inadecuado al polvo de la calle destacan los calcetines en armonía o contraste ―según determinen los mandones de la moda― con toda la percha; una afeitada con exterminio de todo rastro capilar en franco arreglo al corte esmerado del cabello donde ni sobra ni falta, un leve maquillaje rejuvenecedor ―según sus secuaces, realza su imagen rutilante e irresistible― y un dedito ―flagelo embellecido con esmerada manicura― agitado ante la nariz de un adversario imaginario.
Cebado con la nutricia leche de la soberbia, contumaz glotón de la paciencia ajena, cuando no puede con las promesas desbordadas acude al pasado para enraizar los males crecidos bajo otra axila, la dejadez colectiva y la impertinencia de los opositores. Ante ello, la experimentada sonrisa extraída al catálogo de todo ser importante adquiere las prietas estrías del energúmeno.
Cuando su prestigio merma y a su orgullo lacerado no lo restaña la alabanza, el enemigo acecha con irracional beligerancia, ignorancia granítica al tamaño del egocentrismo alimentado con lisonjas desde el espejo mágico rugiente de sus enajenados, ante ellos retumba su voz e intimida al contrario con presionar el botón. ¡Sí señor! Usted presionará el botón rojo y así mostrará el poderío de su razón.
Y ¡sí señor! Sus tribulaciones políticas aún tienen remedio satisfactorio para todos; cierre su boquita pendenciera y silencie esa vocecita interna que le dicta tanta sandez. Además: no tema usted el juicio histórico, en todas las actividades hay déspotas que imitan su proceder para amargarle la vida al prójimo, la única diferencia es que para ellos no hay un botón rojo con el cual enseñar los dientes a sus contrarios y estropear el desarrollo de la humanidad, esa irritable, amorfa imagen desconocida por usted y por sus sosias.
