Nacer, casi siempre, es algo accidental. ¿Qué le hacemos? No mejora la realidad al colorear un sueño con otros sueños. No culpo ni a mi madre ni a mi padre pues dicen que aquellos fueron los festejos más lucidos y movidos del pueblo y que aquella noche, la música, los cohetes, los adornos de papel y farolitos llevaron al olvido los trescientos cincuenta y seis días de penurias y rogativas constantes. El tanto brindar en el lienzo charro, en los portales, en la Plaza de Armas, junto al portón de San Felipe, a la sombra de la Parroquia y el mareo por tantas vueltas al kiosco perturbaron la endeble razón de los habitantes. Así vine a la vida.

No me fui por hambre, esa ya era compañera desde que estaba así de pequeñajo. A los quince llega uno bien curtido y sin dos o tres amigos reventados previamente, pero, pues, al final, cada uno aguanta lo que alcanza. Luego vino lo de… dejémosla en paz, porque si al principio le prometí todo el daño posible por su desprecio, hoy la entiendo y hasta le agradezco no juntar su hambre con mi existencia famélica.

Míreme bien, yo no tengo aspecto de pedinche ¿verdad? Gastaba lo que ganaba y si las monedas caían fuera del cajón de don Severiano… (¡demonios! ¿cuál era el apellido del patrón coloradote y barrigón de la tienda de altos anaqueles que soportaban todos los productos traídos de cerca y lejos donde en el largo mostrador de madera, acodábamos el chismorreo e información nutrida con ocios e inventiva, zarandeado el octavo mandamiento para convivir desde la misa de madrugada hasta el corte de caja y la merienda en la casa de por el rumbo del panteón viejo con sus crucecitas de madera ya podridas?) mal que bien eran el remedio en contra de ese frio acumulado en los huesos y en las ideas de alguien que por falta de zapatos no terminó el cuarto grado.

Alguna veces mis incursiones en el trago me sentaban bien, otras, no lo toleraba y surgía la otra creatura anidada en algún pliegue oculto de mi vida para terminar en bronca discusión sobre lo que carece de importancia. En aquella ocasión la primera llevó a la segunda… a la tercera llamada al rosario las amistades eran enemigos y mis razones ofensas. ¡Vaya que nos fue mal! Cuando desperté, éramos dos o tres menos de la docena amontonados bajo una carreta de “la leva” con rumbo al norte. Nos dieron un café aguado, un pedrusco con el nombre de pan, la promesa de un tostón diario, un uniforme caqui dizque nuevecito y unos zapatos que en la primera oportunidad cambié por unos huaraches y unas tortillas: cosa que me valió el primer castigo de cintarazos aunque ya no me proveyeron de otro par. Después, antes del primer enfrentamiento nos armaron con un máuser y una colt, un puñado de munición para cada una de ellas y la exigencia de demostrar la hombría frente a las balas enemigas.

Dicen que ganamos aquel primer combate. Yo, la verdad, no entendí cómo ganamos al dejar a tanto muerto regado. Hicimos un gran hoyo, los apilamos dentro y los cubrimos con la tierra después de encuerarlos y quitarles las pocas pertenencias que llevaban. Ahí quedaron juntos los nuestros y, a los de ellos los abandonamos bajo el sol para quitarnos por un tiempo el acoso de los buitres. Lo mismo hacía el enemigo cuando “ganaba”. Cosas del triunfo.

Muy poco me disfruté la vestimenta. En el siguiente enfrentamiento nos tocó la de perder. Después de la derrota nos alinearon y a uno de cada tres lo separaron del grupo para fusilarlo. Salvé la vida porque el de junto ―sería el cuarto en la suerte― ya venía herido, el teniente lo contó como tercero y a los restantes nos dejaron sin comer y sin agua todo un día quitándonos el uniforme. Al amanecer siguiente, después de insultarnos por pertenecer al ejército federal nos ofrecieron pasar a sus tropas o el fusilamiento: todos aceptamos la primera oferta.

Para no alargar la historia te diré que nunca vi un acto heroico ni fueron noches apacibles y estrelladas con café y guitarras; la ropa de manta nunca estuvo limpia y ya ni los huaraches correspondían al mismo par, algunas veces el agua, la comida y la munición las obteníamos de entre los cuerpos otras veces estaba el recurso del “préstamo”, todos hacíamos lo mismo: pelones, “bola” y aprovechados en el caos. El hambre es perra… comíamos lo que hubiere y cuando había; bebíamos cuando el agua era buena y aún cuando no; veíamos el reguero de colgados ―hombres, mujeres de todas las edades― en los postes de telégrafos alineados junto a las vías y los cuerpos en los campos, junto a un maguey, entre los surcos, cerca de los pozos y dentro de los restos de una laguna temporalera.

Pasé sin orden ni decisión personal de los federales a los “alzados”, por tres semanas me enlistaron en los leales a la dictadura, luego pasé de un grupo norteño a otro, algunos sólo dedicados al abigeato y finalmente a los de Obregón cuando me hirieron gravemente y me abandonaron por muerto en Celaya. ¿Cuántas veces halagamos los oídos de la oficialidad al honrar con gritos fervorosos a “nuestro general”? Antes fue a otro y en algún mañana, si la vida así lo permite, el nombre será el del ahora enemigo.

Para muchos fui un tipo temerario y valiente. La verdad es que era común que los grupos hicieran más estruendo que bajas. Disparaban sus armas sin dirección y pocos arriesgaban el pellejo. Me las ingeniaba para localizar un punto desde el cual disparar hacia donde veía las pequeñas columnas de humo con el afán de asustar a los tiradores después del barrido de las baterías y antes que la caballería atacara el frente, entonces era  joven y las piernas ágiles para cuando hicieran falta. Viví situaciones que no me enorgullecen, otras que no deseo recordar y algunas con mayor cercanía a la fantasía que a la realidad. No hice amigos ni dejé amores de tropa. Entré de forzado, fui cabo prontamente degradado, me encerraron en una cárcel pueblerina cercana a Aguascalientes por hurto de una gallina: de ella salí pelado, con una cobija que no era mía y bien alimentado.

¡No! Yo no veo películas, tampoco leo reseñas ni historias acerca de la Revolución. Quizá hubo hechos gloriosos, sacrificios generosos, hogueras con el café para alejar al frio… posiblemente a mí me tocó la parte de las flacas, la mugre, las pulgas, el estruendo, las bajezas humanas, la estupidez suicida de los superiores, aceptaciones agachonas, las muertes sin mérito y la furia sin motivo. Nada, ni un cura para ayudarnos en la vida ni en la muerte, nadie nos aclaraba en dónde estaba la razón. Vivíamos y moríamos muertos de hambre, casi desnudos; disparábamos y nos disparaban llamándonos traidores agarrados al grito para sentir que todavía estábamos entre los vivos. Atacábamos sembradíos, iglesias, poblaciones y rancherías; envenenábamos pozos y estanques, robábamos lo que estuviera al alcance y vestíamos las garras pestilentes que quitábamos a los cadáveres. No había honor al avanzar ni al retroceder y un día, aunque las balaceras continuaban, nos dijeron que la guerra terminó. Era el drama de “la bola”, el sinsentido en el estruendo de la muerte.

Cerca de medio año malviví en Celaya hasta sanar de las heridas, casi me quedo por allá hasta que la hija del capataz decidió que era momento para algo más. Llegué a la Ciudad de México en busca de trabajo. Aquí fui cargador, plomero y pésimo ebanista hasta que me contrataron en unos baños de por la (Colonia) Guerrero como masajista y huesero. No me fue mal. Aquí nadie imagina quién fui ni lo que hice. Mejor. Hay cosas que en lugar de mostrar el orgullo personal provocan la vergüenza.

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