Santos Reyes Magos

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Aunque la apariencia niegue la posibilidad, alguna vez fui niño. Por aquellos años decíase que a los infantes de familias pudientes el «Niño Dios» les abastecía de juguetes y a los pobretones alguna prenda de vestir. Años después y gracias a la penetración y aceptación generalizada, quien trae los regalitos desde las fábricas en el Polo Norte dentro de un trineo halado por ágiles renos (uno de ellos —Rodolfo, para distinguirlo de los demás— con su nariz roja) es el inefable Santa Claus, Director General y jefe de un ejército de laboriosos duendes. Por una indisposición mental de esas que estrujan en el transcurso de la vida y nos hacen odiosos, personalmente y a la manera de Demetrio (otra adopción a medias gringa —Eduardo «Lalo» Guerrero, «Padre de la música chicana» —) yo no era cliente de ese señor, a mí me traían mis juguetitos «Los Santos Reyes».

Pero, fobias personales aparte, esperemos que todos los niños reciban de Melchor —montado en su caballo—, Gaspar —en su camello ¿o dromedario?— y Balthazar —sobre un elefante— los juguetes que, si no fuesen los deseados, sí los que más convengan a sus capacidades y necesidades, que los no tan niños refresquen aquellos tiempos de ilusión con un trozo de rosca en su plato y que todos aquellos cuya apariencia externa nos niega una realidad ya sumida en la bruma, también disfrutemos un destellos de aquella época, cuando parecía que todo era y sería benevolencia, hermandad y felicidad.

Gracias «Santos Reyes Magos».

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