La enlutada ¿Qué hacer en un día de descanso?

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En el centro del jardín principal en Susticacán, Zacatecas, un bello y sencillo quiosco posee una cabecita de león labrada en cantera, antiguo e inutilizado bebedero público, Al lado derecho, sobre una amplia plataforma con sus cipreses y arriates, enfrentada a la capilla de San Pedro (no el apóstol, sino el de Alcántara, fraile franciscano quien en el siglo llevara por nombre Juan de Garavito y Vilela de Sanabria ―Alcántara (Cáceres), España, 1499-Arenas de San Pedro, España, 1562― segundo patrono del poblado antecedido por Santo Tomás), bajo un cielo azul Goitia está la iglesia de Nuestra Señora la Virgen del Rayo con su pequeña torre campanario rematada con un cono truncado.

Atrajo mi atención la entrada sigilosa de una dama con vestimenta oscura apegada a la segunda parte del siglo XIX. La mujer prosiguió su recorrido hasta arrodillarse frente al altar y abstraerse en sus oraciones. No mostraba el rostro pero me imponía la sensación de juventud y belleza. Sus manos recogidas en el pecho retenían el largo mantón que apenas si ondeaba en su traslado. Influido por el silencio en el templo y con el susurro de aquellas pocas personas, dos o tres sollozos a medias replicados por el eco en los muros blanqueados, transcurridos largos y tristísimos minutos en recogimiento, musitó por tres veces: ¡Hasta pronto! antes de abandonar con leve paso el templo. A esa hora en el silencio agitado por un ligero soplo de estío, las aves aletargadas trinaban en la explanada, crujían el piso y las bancas de madera bajo la solvencia de la viguería de su techumbre rescatada, vencidos los atroces estragos de las polillas en el espacio aromatizado con los alcatraces y el aletargado del incienso, perdí la capacidad para seguir los pasos de aquella que me hurtara el sosiego y despertara una fuerte inclinación por su cercania.

Junto a la entrada tres mujeres creaban los arreglos florales para la ceremonia de matrimonio del día siguiente, domingo. Una de ellas ―Juana Encarnación―, la mayor de ellas, me dijo que la visión de tal dama enlutada no era general sino selectiva. Después supe que ni las otras mujeres ni aquellos con quien visitara la población percibieron el paso de la visitante. Aclaró que Rosario Buenaventura, de la familia de los García-Esparza, conoció poco después de la toma de Zacatecas, en 1864, a Marc Christian Mertens ―que éste era el nombre del soldado belga―. Con pocos meses de casados y vencido el ejército invasor* Rosario Buenaventura le rogó infructuosamente que, como lo hicieran la mayoría de los inmigrantes, españolizara nombre y apellido para librarse de la pena de muerte decretada por el presidente de la República para escarmiento de todos los franceses, enlistados y simpatizantes del régimen derrotado. Negó toda posibilidad para aceptar tal oportunidad pues renegar de su pasado, de su familia que le diera nombre y herencia honorable resultaría un baldón inmerecido. Herido y por ello abandonado por las fuerza de ocupación en una de las escaramuzas finales del fallido Imperio, tras la delación de José de Jesús García-Esparza ―tío de Rosario Buenaventura― en juicio expedito le declararon culpable otorgándole tres días para ordenar sus asuntos en la tierra y preparar su paso a la otra vida. Al amanecer del día señalado la carga de fusilería de los republicanos fieles a Benito Juárez y el tiro de gracia terminaron con la vida de Marc Christian en el año de 1866. Entregado su cuerpo a su esposa y negado el espacio en el sepulcro familiar de los García-Esparza, Buenaventura llevó el cuerpo de su marido a una cercana población ―sin especificar― y en ella abandona su propia vida junto al féretro del militar belga.

La imagen aun presente en mi recuerdo, sin lógica alguna perpetúa a la pequeña figura en cantera colocada sobre la tumba de la señora María Trinidad Llamas viuda de Berumen ― abuela del poeta, (José) Ramón López Velarde― en el Panteón de Dolores: “La mujer enlutada” en el lado izquierdo al ingresar al Panteón de Dolores en la Ciudad de Jerez, ciudad llena de lutos, de jacobinos sin maldad y de religiosidad acendrada.

Tiempo después, para confirmar la información proporcionada, busqué a la mujer del Templo de Nuestra Señora la Virgen del Rayo, me informaron reiteradamente que no había ni hubo “hasta donde la memoria alcanza”, ninguna Juana Encarnación para la ayuda en el templo ni en las cercanías y que el asunto de la sufriente no correspondía a las historias mínimas de la localidad y que, aún más, los apellidos de García-Esparza no figuran en la historia de la región.

Esta vivencia descreditada la comparto con la seguridad de corresponder a la visita que dos ociosos viajeros que preguntaron un sábado al taxista guía en Jerez, Zacatecas ¿qué hacer en un día de descanso? ―¿Conocen Susticacán? Y le aseguro que esta historia así lo escuché de Juana Encarnación aunque hoy parezca asunto de ficción.

* No me permito dejar fuera la aclaración muchas veces omitida de que las fuerzas francesas de intervención contaban agrupaciones de voluntarios austriacos, belgas, polacos ―ulanos―, húngaros ―caballería de húsares― y de África del Norte, además de los correspondientes mexicanos conservadores y contratados.

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