Harapos

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Para todos él era Harapos, su nombre le abandonó lentamente cuando el raído poncho dejó a la vista las gruesas costras de suciedad en sus manos, cuello y pies calzados con unos zapatones desiguales malamente ajustados con unos cordeles. Harapos hedía a todo aquello que un organismo humano es capaz de expulsar de su interior, acumular en su exterior y exponer en el rostro de orgullo vencido. De vez en cuando surgía una vaga reminiscencia de sonrisa resquebrajada por dos o tres rescoldos de dientes más negros que sus ojos semiocultos por largas guedejas enmarañadas y entrecanas.

Su residencia fue el espacio del Jardín a “La Conchita”, de la pulquería a la Avenida Tlalpan. Un día adoptó a un mestizo desaliñado, sosias perruno y, junto al tronco de la palmera simbólica en el Parque compartían algún bocado dividido en porciones adecuadas a fin de cubrir los horarios civilizados del desayuno, la comida y la cena.

El Señor Harapos cargaba casa y ajuar bajo el brazo: unos cartones grasientos y un cobertor infantil, ajado y hediondo que aun soportaría tres ciclos de calor, chaparrones, viento y heladas, odiaba las temporadas vacacionales por la aparejada mengua en el sustento. Los “jueves santo” simulaba una devoción profunda y así obtenía tres o cuatro piezas de aquellas desaparecidas piezas de “pan bendito” con el cual las madres curaban de empacho a sus criaturas o, cuando el novenario preparatorio para la Navidad la opípara multiplicación ligaba “aguinaldos” a bonanzas. Después del seis de enero la dieta regresaba a la ajustada parquedad.

Harapos era una rasgadura social, los vecinos apuraban el paso o cruzaban la acera porque, además de la hediondez, su lenguaje parco resultaba poco amable. Afirmaban, los que le conocieron recién llegado a nuestras calles que al principio manifestaba rasgos de educación y estudios paulatinamente abandonados ―junto al sustantivo de Señor― para ser la creatura que vimos cuando niños. Y no engañaba al solicitar el apoyo económico, claramente enfatizaba que era para adquirir sus cigarritos y su “tornillo” o ―ya de menos― “un vasito” con pulque porque sabía que el alimento sobrante en la mesa familiar era cosa ofrecida por las señoras que, en vano intento por restaurarle un poco de dignidad le proveyeron algunas prendas en desuso, vestuario comercializado en algún lugar pues las distintivas en él permanecían a manera de una segunda piel.

Un día, Harapos desapareció del vecindario. Alguien afirmó que encontraron al mestizo allá por el rumbo de las torres de energía eléctrica, que yacía flaco y adormilado sobre un deshilachado cobertor infantil que en el uso constante perdió hilo a hilo referencia de tiempo y pulcritud y que, junto a él, un amasijo de cartones grasientos conservaban la fuerte pestilencia que las lluvias recientes exacerbaban.

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