Llegada la noche, los abuelos y las abuelas recogieron los utensilios, cubrieron su cuerpo con las mantas sagradas para regresar a su corazón.
Llegada la noche llamaron a los animales y a cada uno hablaron con dolor por no cuidarlos más a partir de ese momento: al colibrí, al quetzal, al conejo, al ocelote, al coyote, al gusano del maguey, a la garza, a la mariposa, al venado, al acocil, al ajolote…
Hablaron a los arboles añejos y a los tiernos, al maíz jiloteante, al frijol, a la chía, a la calabaza, al chile, al tomate, a las hierbas… y a las cuatro lluvias con sus truenos; y a los cuatro vientos; y a las aguas grandes, a los lagos y lagunas, a los ríos, a las charcas, a los pozos; a las piedras, a las cuevas, a los montes; a las cuatrocientas hermanas y al rocío que las replicaba al amanecer; y encomendaron al sol, a la luna, al lucero del amanecer y al del anochecer que aun dieran protección y ayuda a las creaturas para que el final no llegara prontamente, que no fuera confusión el día con la noche y que la noche no invadiera el espacio del día y hubiera un poco de vida en la Vida; y llamaron a los hombres y a las mujeres de constreñido corazón, les solicitaron su perdón por no privarlos del dolor y el llanto.
Llegada la noche, los abuelos y las abuelas recogieron los utensilios, cubrieron su cuerpo con las mantas sagradas, regresaron a su corazón. Lentamente penetraron en sí mismos. Soplaron por última vez en el caracol y nos dejaron en el transcurso de esa noche para amanecer en la misma tierra que ya no era nuestra carne.