Aunque surja una sonrisa cruel, burlona, es una verdad documentada que yo, hace ya muchos años, fui niño. En aquellos días —que hoy defino por felices pues las penurias en casa las sufrían discreta e intensamente nuestros padres y sólo empañaba la tranquilidad que la paloma fuera arisca con nuestra cercanía en su cuidado por la nueva nidada, que los peces en el jarrón/pecera carecieran de alimento, que el gato desapareciera por días en sus periódicas aventuras y que la pelota confeccionada con trapos viejos adquiriera humedad en el abandono bajo la lluvia—, me resultaba incomprensible la capacidad de aquella figura para acumular un poco de más mugre sobre la hedionda costra de su suciedad.

Llevaba una prenda semejante a un pantalón  constituido por un centón, de un lado izquierdo entallado y por el otro bombacho; su camisa era capa sobre capa de telas sobrepuestas malamente y sin orden, hilvanadas grotescamente con cuerdas mugrientas, sin un botón, sin orificio para el cuello, sin un color definido; era una imagen cercana a lo circense de carpa empobrecida con aquel gorro/sombrero en el que bailoteara —lujo inmoderado— una pluma desastrada, tanto o más que su lánguida melena cana.

Necesitaba más de cien vistas sobre el mazacote viviente para evitar la náusea, para no reír burlonamente del desvaído colorido en su vestimenta y para imaginar que adentro, en las profundidades de tal disparate, latía una vida diferenciada bajo el nombre de Jacinto alargado con dos apellidos deslavados; que esa larga maraña de pelos enredados en la sombra de mugre, posiblemente, en un rostro aseado y continuados retoques llevaría dignamente el nombre de barba, denso borrón interrumpido solamente por un par de brillantes óvalos y que en los buenos días, en aquella caverna desdentada y amarillenta vibraría la gracia beatífica de una sonrisa.

Vivía del otro lado del río a un lado de las vías del ferrocarril, en donde hace mucho el galerón desvencijado cubriera aparejos y caballos, dos o tres vacas sobrevivientes y agotadas junto a las cubetas inútiles, el sueño de Jacinto y el gruñido de un ovejero: “el Gorrión”. Ahí vivían también las palomas ahuyentadas de los pretiles en la Parroquia que en el pasado fueran su propiedad, una docena de lagartijas y dos o tres murciélagos tras un olvidado San Antonio descascarado sin la contención de su mano derecha para aplacar los embates de una diablesa semidesnuda, descolada, perdida entre las cicatrices impuestas en el óleo por el descuido y la intemperie. En la Tentación, una opaca réplica de luna aumentaba con su haz la penumbra estremecedora en aquel espacio vulnerado con los cortinajes de las telarañas, para retraerse en el fondo del pozo el menguado vigor de las estrellas, ara mezquina que por contraste dotaba con el nombre de “Vida” a todo lo que le es contrario.

Jacinto afrentaba los buenos modales, esas manos ajenas al aseo ponían en su boca cualquier mendrugo donado en un acto de caridad o el desperdicio rescatado en el tiradero del mercado, con ellas  despostillaba la coraza que ocultaba fétidamente la piel y sacaba de un morral deshilachado los papeles donde abandonara con trazos burdos las ideas y los monotes brotados de su mente.

No responsabilicemos a Marianita, la esforzada maestra del tercero y cuarto grados separados por un biombo de tela que de percudida, evidenciaba generaciones infantiles y otras no tanto. Hay gente con los números dentro de la mollera y otros muchos negados a su retención y manejo. Jacinto era de estos últimos y para él, transportarlos a palabras y éstas a dígitos exigía una labor absurda (2 y dos eran figuras incompatibles y misteriosas). Si de inicio le dieran el sobrenombre del receptor o seña de la casa en donde entregar el mensaje o el encargo, la misión sería rápidamente consumada. Pero ¡no! Pueda que en las charlas en el transcurso del día a doña María de la Luz C… quedará referencialmente en un «La güera Luchita», pero, para el correo y los envíos de entre domicilios ella no vivía en la casa junto al roble pelón enfrente de la de doña Crucita, a su domicilio lo identificaba el 387 de la calle con nombre del héroe local y don Eulalio Z…  «el de junto a la cantina La Parroquia«, vivía oficialmente en la antigua calle Real antes 46, después 35  y ahora 27.

Pero ¿qué le va uno a hacer? Jacinto poseía una mente ayuna de números con abundancia de narraciones un tanto disparatadas pero, a la vez, encantadoras. En esos momentos uno no percibía la hediondez de sus años ni sus limitaciones para actividades mínimamente complejas. De él supe la fragorosa vida de… en fin, son cosas ya narradas y otras más para buscarles espacio y tiempo.

Cuando niños, Jacinto fue mi compañero en la escuela y ya desde entonces voceaba bárbaramente su incapacidad para refundir en la memoria los rudimentos de las ciencias. Cursaba por tercera vuelta el cuarto grado y desesperaba a los compañeros a quienes retrocedía en las clases. Fue sana medida cuando la maestra Marianita dio el golpe final: no correspondía a las capacidades del niño invertir tanta paciencia ni tiempo. Así inició su vida dedicada a múltiples tareas de servicio pueblerino siempre y cuando no le afearan la realidad con los números. Cargaba equilibrada y adecuadamente al burro de la carpintería en tanto don Pascual no le impusiera que iban cinco vigas por lado porque él —Jacinto—colocaba diestramente las cinco vigas «a ojo», sin la denominación cinco. (A veces me parecía que Jacinto colocaba las cosas por capacidad en sus brazos y por el espacio que llenaran este dedo «parado» más este dedo «acostado».) Traía rápidamente las tortillas para doña Cleo si la función no exigiera «cambio», cuando eso sucedía la tarea elevaba a alturas inconmensurables la discusión en cuanto a la exactitud de la morralla, la equivalencia y suma entre los tamaños de las moneditas y la desesperación en la fila de los compradores.

Un día en que el cura de la capillita tras el río le pidió llevara dos kilos de frijol y medio de azúcar, por esa peculiaridad de su mente discutió por horas ante el mostrador hasta que el propio señor cura apareció en la tienda para aclarar las cosas a conveniencia del tendero y sus necesidades, menos para la realidad de Jacinto quien quedó un tanto ofuscado entre las medidas de la balanza y su idea equivalente a «un montón así».

Jacinto era feliz con sus papelotes y sus lápices mordisqueados. Disfrutaba plenamente su vida retrepado en la gran piedra que culmina el cerro de… o en la ribera del río con el croar de las ranas y el zumbido de los mosquitos sobre el cauce.

A él débele la población la precisa estructura de sus familias y los hechos sórdidos de alguno de sus miembros, la santidad de tal monja venida de allá lejos y encerrada sin algarabía en alguno de los nichos elevados hacia lo alto el diminuto espacio agotado del cementerio civil. En cuanto a los hechos, él los tenía muy claros en su cabeza, al llegar a las fechas el asunto adquiría complejidades insalvables. Ahí estaban los números pero el orden era un galimatías exasperante. Para Jacinto no había razón de que un tres significara un tiempo determinado si le precedía un uno, si el día calendárico suplía al año correspondiente, si una hora transformaba toda una realidad. Para él los hechos determinaban todo e integrarles un número emborronaba feamente una verdad cuajada en el entorno; la cantidad abstracta de los golpes en la campana en asociación a la inclinación del sol marcaban una función vital en donde los números sobraban.

Si usted preguntara en estos días por Jacinto, pocos darán razón del personaje. Él quedó perdido en la generación casi desaparecida que le vio correr, jugar y fracasar terriblemente en la vida del conocimiento estructurado y que dejó en la cantina algunas de sus hojitas con sus letras a las que el guitarrista del lugar diera música y que hoy provocan el llanto de los concurrentes cuando ya el «espirituoso» en demasía eleva los recuerdos al nivel de lo presente.

Jacinto es hoy un recuerdo desaparecido con esta generación ya sumamente adelgazada; por ello, las nuevas generaciones dudan que yo, en algún tiempo ya lejano, fui niño también.

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