El nombre de mi calle

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«Al llegar a San José, pregunte por la calle del puente
esquina con la del árbol torcido.
A unos metros hacia abajo está el lugar que usted busca.
Ahí tienen ‘agua caliente’.»
Referencia para encontrar un hotel en San José, Costa Rica.

En el pasado cercano a esta calle principal la denominábamos convencionalmente de «hacia arriba», una cuadra al oriente, en paralelo, la de «hacia abajo»; aquella era la del Campo Santo y aquí la de la Parroquia, más allá está la del Mercado Principal; la del Muerto (personaje alguna vez  relevante y que hoy es, independientemente a lo anónimo, referencia escueta y desvanecida), la del cuartel…. Dotábamos así, por costumbre y claridad convenida el camino donde está (o estaba) el roble o la acequia, la de «los gitanos», porque en el amplio espacio oriental desarbolado, esa comunidad asentaba sus carromatos, terreno para el lucimiento de un oso, de las gitanillas con su cabellera suelta y amplios vestidos multicolores al cuidado de las matronas con el sonido mineral de sus pulseras, arracadas y collares. El sendero transformado en paseo dominical era el de la ribera, en tanto, aquella que recibía el del “Empedrado”, por más que las calles céntricas civilizadamente disfrutaban de ese beneficio. Para significar la demanda de los necesarios oficios, marcamos en la memoria y después en una placa de cerámica ―o una tabla de madera rotulada― la solución a nuestras urgencias y, transitábamos por la de los «Alfareros», la de los «Curtidores», la de los «Aguadores» (cercana al dispensador del líquido para consumo humano que llegaban a las casas en cantaros a lomos de unos borriquillos), la de los «Cordeleros», la de la «Pulquería”… Para no confundirnos, la denominación venía explicita: De la Acordada, la de la Merced (por su convento e iglesia), la del Montepío, la del Acueducto, del Teatro Principal», la susurrada de “Las Güilas”… ensalzábamos el Santoral con el nombre propio del patrono por calle o barrio, por patronímicos porque “desde siempre” sabíamos que tal o cual familia era propietaria de la panadería (“los Reyes”), de la quesería y cremería (“los Pérez”), de los dulces (“los García”), de la carnicería (”los Serrano”)… o por el tono de su piel: de “La Güera”, el “Colorado”, “El Prieto”… Ya avanzada y con las complicaciones del desarrollo, creamos alusiones específicas por cuadros de construcciones: a un sector le otorgamos los refrescantes nominativos de flores o árboles —ya sea en singular o en su frondosidad: bosque— o por sus frutos, proclamamos nuestra riqueza hídrica al adjudicar tal o cual conjunto de arterias: Rio…, agotado el repertorio recurrimos a los nombres de los grandes espejos de agua: lagos, lagunas o las grandes aguas, la escarpada herencia de las fuerzas naturales: montes, cerros, montañas, cañadas y ya vaciada la recopilación nacional, nos prestamos los nombres propios de aquellos lugares emblemáticos en la historia Universal.

Todo espacio urbano exige de menos dos o tres designaciones de contados literatos locales, nacionales o del registro mundial, de personajes de la mitología y la leyenda para insertarnos en la vorágine multicultural a fin de extraernos a la imagen de palurdos. Alguna referencia al historiador domestico cruza los accesos principales en tanto, a otros los refundimos allá en la periferia para servir de inicio o fin de algún callejón. Titulamos —con gran beneplácito de los nuevos colonos— tal calle en reminiscencia de la historia hispana o gala, tal otro remite a los espacios portugueses, ingleses, eslavos… honramos el eterno pleito de las civilizaciones en la adjudicación de los héroes y divinidades de la gentilidad y los surcadores de nuevas rutas marítimas. En la peor de las vergüenzas denominamos —sin orden ni motivo, sólo por conveniencias de grupos— a las avenidas importantes y arterias principales con el nombre y apellido de personajes poco recomendables y, a la vez, despreciamos a los astrónomos, inventores, filósofos, matemáticos, físicos, biólogos, químicos, pedagogos, geólogos…  Toda población con aspiraciones nacionalistas tiene su calle (don Miguel, Cura o simplemente) Hidalgo y su calle (Benito) Juárez (perdidos el segundo nombre, Pablo y el apellido García de su madre) y si es avenida principal, mayor honra para la población… a todo espacio habitado lo dignifica tener en su traza una Avenida, Calle, Plaza Libertad en cruce con otra nombrada Independencia y Reforma…

Barajamos títulos y motivos para una nueva nomenclatura. Buscamos en nuestros adalides la honra propia para velarlos en el aturdimiento estruendoso de andanadas de salvas, enceguecidos con el destello de los sables y el ondear de las banderas y estandartes. De vez en cuando —resulta penoso aceptarlo— el nombre de un humanista queda por ahí en el entrecruzar de la gran ciudad; tomamos el nombre del cantante para quedar bien con la clase sabihonda —en la Ciudad de México, en la Colonia Peralvillo como centro de expansión entreveran sus nombres los grandes compositores de la música clásica, mexicanos y extranjeros con un clown incluido: Ricardo Bell, la porfiriana colonia Roma señala sus calles con los nombres de las poblaciones que visitara el Circo Orrín―… en la pereza irremediable, bautizamos a una calle con el patronímico, sin nombre propio ni apellido materno extraviado el quién y porqué recordamos a tal personaje que, a la tercera generación, únicamente será referencia oral incorpórea; el apetito o manifestación cosmopolita aunado a un complejo irreductible bautiza los senderos asfaltados con el nombre de poblaciones de lejanos países para las encrucijadas y trazas lodosas con los de las pequeñas poblaciones nacionales.

Bajamos la geometría celeste al entrecruzamiento de las vías humanas. Los nombres de las estrellas que algo significan en el horóscopo distinguen las cicatrices terrestres del progreso. ¿Hay algún desarrollo humano cuya retícula urbana contenga las denominaciones del “poderoso caballero don dinero”? Quedan por fijar a la nomenclatura nacional los nombres de constructores olvidados, escritores despreciados, actores incomodos, escultores a quienes les negamos volumen, pintores de vida decolorada, periodistas confundidos en la marejada de un pésimo lenguaje, bailarines repudiados y motejados vilmente por sus supuestas preferencias privadas, músicos esforzados bajo el polvo de la improvisación, cantantes con recursos técnicos y clara dicción, grabadores, fotógrafos ―inclusive los talleres que a la cultura dedicaran esperanza y pasión― sin reducción acomodaticia ni mezquindades… un gran índice de personajes que hoy a nadie importan y poco significan, para no nombrar a ésos dignificados por el compadrazgo y pésimas artes, si el término “artes”, coloquialmente, correspondiera a un expresión fructífera y, ya para ponderar nuestro pasado histórico, aludimos a las zonas arqueológicas que enfatizan más a un turismo iletrado que al conocimiento de los hechos y obras de quienes fueron los habitantes originarios en estas tierras.

Transcurridos algunos años, perdida la inquietud, quizá los habitantes de los espacios humanos respetarían su ciudad o pueblo si conocieran ―así, con un condicional de incierto futuro― los hechos distintivos de los personajes con los que designamos las arterias, paseos y avenidas, ésto, a la vez, resultaría una ampliación de los menospreciados textos escolares. Quizá pensaríamos dos veces —de menos— la tentación de escupir en el suelo, de orinar en donde nos venga en gana, de arrojar la basura que traemos en las manos, de manchar estultamente los muros de aquella construcción de la que no conocemos su historia —o a la que aún no dotamos con ella— irritados de que alguien la habite.

Hay incontables historiadores arrumbados, inutilizados. Las autoridades dentro del siempre raquítico presupuesto que no da mas que para obras de relumbrón, con un poco de buena voluntad dedicarían un ingreso digno a estos investigadores con el fin de difundir quién o quiénes con su labor callada y empolvada dignifican la vida y el espacio común. Y no es con ediciones de gran lujo para presentar en la Frankfurter Buchmesse o en prestigiadas ferias nacionales, éso vendría después, tampoco el de ofrecer monografías superficiales a semejanza de las comerciales abandonadas en los anaqueles de las papelerías. La finalidad es orear la apatía, agitar la ignorancia y el descuido congénito.

Resulta necesario un estudio serio y formal para alejarnos de la maniquea preferencia por los “buenos” y repulsa por los “malos”; para encumbrar a “liberales” y menospreciar a sus opuestos ―en la vida real, la división entre ambos resultaba de difícil determinación―; que al final, con sus pasiones compartidas, vicios recurrentes, virtudes que los emparejan y brutalidades comunes todos ellos fueron hijos de esta tierra: tal cual determina la “sabiduría popular”: “todos coludos o todos rabones” o “todos moros o todos cristianos”.

Y ya a horcajadas en propuestas descabelladas, para tocar lo efímero en lo de arriba y en lo de abajo, conferir a la trama en algún fraccionamiento “con todos los servicios y comodidades” del urbanismo contemporáneo, los nombres de cometas surgidos de la Nube de Oort y del cinturón Edgeworth-Kuiper (largo y corto periodo). Algo de enseñanza extraescolar obtendríamos en ello. Pero, sobre todo, concretar un “sueño guajiro”, una esperanza para la limpieza y respeto al lugar de esta temporalidad, en donde reímos y lloramos, compartimos y restamos, soñamos y balbuceamos.

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