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Y llegó el gran día y por la tarde el Gran Señor. La población riñó desde temprano por los mejores sitios a fin de disfrutar de su prestancia y bendición. En lo alto del engalanado tapanco los eminentes personajes le impusieron un capirote dorado y un amplio manto bermellón. De los balcones caía el confeti y de las azoteas las serpentinas, con música y aplausos los ciudadanos le acompañaron hasta el Palacio en donde los notables le ofrecieron un banquete privado para disfrutar su cercanía, sus palabras y futuro promisorio; afuera, el pueblo celebraba entusiasta el fin de sus privaciones y males.
Le dieron —al Gran Señor— un escritorio enorme, la gran silla forrada con terciopelo bermellón, paquetes con abundante y elegante papel oficio finamente grabado y un puñado de plumas multicolores para redactar los trascendentales decretos y las frases históricas fruto de tan grande ingenio.
A los tres años nos cansó a todos con sus disparatados decretos, sus sentencias bobaliconas, sus manías de grandeza… le quitaron el capirote, le retiraron el manto, arrojaron sus papeles al fuego, le pidieron las llaves de Palacio y, regocijados, le pagaron un boleto sólo de ida con destino a su vieja casona en donde reflexionara sobre las sandeces que le llevaran a perder La Silla y la gloria.
—2—
Y llegó el gran día y por la tarde el Gran Señor. La población riñó desde temprano por los mejores sitios a fin de disfrutar de su prestancia y bendición. En lo alto del engalanado tapanco los eminentes personajes le impusieron un capirote dorado y un amplio manto azul. De los balcones caía el confeti y de las azoteas las serpentinas, con música y aplausos los ciudadanos le acompañaron hasta el Palacio en donde los notables le ofrecieron un banquete privado para disfrutar su cercanía, sus palabras y un futuro promisorio; afuera, algunos ociosos celebraban entusiastas el fin de sus privaciones y males.
Le dieron —al Gran Señor— un escritorio enorme, la gran silla forrada con terciopelo azul, paquetes con abundante y elegante papel oficio finamente grabado y un puñado de plumas multicolores para redactar los trascendentales decretos y las frases históricas fruto de tan grande ingenio.
A los tres años nos cansó a todos con sus disparatados decretos, sus sentencias bobaliconas, sus manías de grandeza… le quitaron el capirote, le retiraron el manto, arrojaron sus papeles al fuego, le exigieron las llaves de Palacio y con una patada en las nalgas le enviaron a su vieja casona en donde cavilara sobre las sandeces que le llevaran a perder La Silla y el renombre.
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Y llegó el gran día y por la tarde el Gran Señor. La población riñó desde temprano por los mejores sitios a fin de disfrutar de su prestancia y bendición. En lo alto del engalanado tapanco los eminentes personajes le impusieron un capirote dorado y un amplio manto verdemar. De los balcones caía el confeti y de las azoteas las serpentinas, con música y aplausos los ciudadanos le acompañaron hasta el Palacio en donde los notables le ofrecieron un banquete privado para disfrutar su cercanía, sus palabras y un futuro promisorio; afuera, dos o tres vendedores en sus puestos de alimentos esperaron vanamente el fin de sus privaciones y males.
Le dieron —al Gran Señor— un escritorio enorme, la gran silla forrada con terciopelo verdemar, paquetes con abundante y elegante papel oficio finamente grabado y un puñado de plumas multicolores para redactar los trascendentales decretos y las frases históricas fruto de tan grande ingenio.
A los tres años nos cansó a todos con sus disparatados decretos, sus sentencias bobaliconas, sus manías de grandeza… le quitaron el capirote, le retiraron el manto, arrojaron sus papeles al fuego, le arrebataron las llaves de Palacio y a partir de ese momento le ignoramos sin importarnos en dónde especulará sobre las sandeces que le llevaron a perder La Silla y el deleite.
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Y llegó el «gran día» y por la tarde el Gran Señor… ¡Oh, ya basta! ¡Que hartazgo!