A la zaga

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Para Victoria, Renata, Leonardo y los pequeños que nos llevan por una infancia diferente.

Frio acogotador, entre las sábanas y almohadas de hielo no hay misterio helado; cuando arrecia el frio una  buena zambullida  ―sin aplauso ni medalla― en giros elegantes y cauda de burbujas, indagan en dónde termina el cielo e inicia el hogar.

 Arrebujados unos con otros, soportan la tormenta ahuyentándola con frenético aleteo;

jaspeados con hojuelas de nieve, atisban la aparición de las estrellas inasibles en el gran océano superior.

 

Y ahí, en el Valle helado juegan a la persecución, fingen luchas enconadas para después deslizarse hasta el cercano espumar donde está el alimento ―ignorados los lobos marinos y las orcas, que esa es otra historia para otra página―.

Aves que cambiaron el vuelo por una buena buceo, el vencer al viento por dominar el oleaje, en el placer, apenas alejado de la evolución.

La pluma impetuosa fue y vino ―entre giros y titubeos― hasta dejar luces sobre negros ¿o a la inversa?, finalmente, con trazo brusco, abandonar sobre la tersura del papel la referencia garbosa de unos enanos emplumados.

Innumerables creaturas ―primorosamente acicalados y cubiertos con sus fracs― marchan entre las grieta blanquecinas hacia la atalaya natural, y, desde ahí, con estentóreo graznido, la colonia envía un saludo a todos los seres pequeños del mundo distante y una sonrisa complaciente de La Gran Dama del Manto Blanco.

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