El Tratado del Metro firmado en el año de 1875 por 17 (o 20, según otras aportaciones) asociados en París, Francia, confirmado por la Primera Conferencia General de Pesas y Medidas en la misma ciudad francesa en el año de 1889, estableció la convencional aceptación de corresponder a la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre cuyo patrón quedó reproducido en platino e iridio —por su resistencia a las variaciones provocadas por el calor y el frío en los cuerpos— preservado en un cofre (junto con el correspondiente al kilogramo) en los subterráneos del pabellón de Bretuil en Sèvres, en las Oficinas de Pesos y Medidas, en las afueras de París y repartidas veinte (¿treinta del metro y 40 del kilogramo?) prototipos, uno para cada país firmante. A partir de ahí la escala de 0 a 1000 fue la base para la medida del peso, el volumen del líquido, de los sólidos, de superficie y el sistema monetario con sus ajustes naturales ante el perfeccionamiento de materiales y el vaivén de la política en la convulsionada Europa del siglo XIX. Patrón ajustado en 1960 y nuevamente en 1983 durante la XVII Conferencia General (París) con una nueva definición del metro: «distancia recorrida por la luz en el vacío durante 1/299 792 458 segundo«, con la afirmación de que «De esta forma el metro recobró su relación con un fenómeno natural, esta vez realmente inmutable y universal.» La medida es pues, convencional y algo de tranquilidad deja en la mente ya que una fracción infinitesimal de segundo/milímetro de más o de menos deja una sensación de inexactitud y ello, para una mente cuya capacidad es nula para las cifras arriba asentadas ya preserva un tanto el orgullo del neófito. Un niño de primaria sabe con certeza que la luz recorre en un segundo una distancia similar a 7 vueltas a la Tierra; esta cifra ajena a la percepción personal ya me descuajeringa el caletre tan solo con el intento.

La literatura científica nos dice que, 9’460,730’472,580.8 son los kilómetros que componen la unidad de distancia denominada «año luz», y, a poco más de un año luz de nuestro Sol y a la cuarta parte de Próxima Centauri —la estrella más cercana a nuestro Sistema Solar (4.22 años luz)— la Nube de Oort (dividida en Nube de Oort exterior —esférica, origen de los cometas de periodo largo— y Nube de Oort interior  también nombrada Nube de Hills  cuya forma posible es un disco —proveedora de los cometas de periodo corto—) contiene de uno a cien millones de objetos —número motivo de disputas y ajustes continuos entre los involucrados en tales y complejos temas— con una masa estimada en cinco veces el cuerpo de nuestro planeta Tierra. Dentro de este enjambre de cuerpos los teóricos ubican el cinturón de Kuiper cuyos componentes orbitan al rededor del Sol en tamaños que van de los 100 a los 1,000 kilómetros.

Las cifras manejadas por los especialistas determinan el diámetro de la Vía Láctea en 150,000 años luz, de ésta (la Vía Láctea) a la más cercana galaxia, la considerada  «enana» nombrada del Can Mayor distante a 25,000 años luz; el diámetro de la galaxia espiral más grande del grupo local, la de Andrómeda, es de 140,000 años luz (otros determinan su diámetro en 220,000 años luz), a 2.2 o 2.5 millones de años luz distancia… la literatura abunda en cifras que a nuestra mente ya poco le dejan para equiparar a una idea apenas emborronada, quede para la obsesión repetir que el radio «aproximado» de la esfera del universo observable desde la Tierra es de 13,700’000,000 de años luz (así pues, «visto» desde el centro, su diámetro será —todo en el entendido de «aproximado»— de 27,400’000,000 años luz.

Y, dado que para soltura y conveniencia en la exposición de esos temas la abreviatura es un excelente recurso, el ser humano instruido en esas complejidades asienta en ua (unidad astronómica) la escala para «entender» y «asumir» las lejanías entre cuerpos y conjuntos en el espacio, así, la realidad momentánea marca que una Unidad Astronómica corresponde a la distancia media entre el Sol y la Tierra, es decir: 149,597’870,700 metros (o lo que es lo mismo: 149’600,000 kilómetros), fijada en agosto del 2012 en Pekín por la Unión Astronómica Internacional. La magnitud espacial de la Nube de Oort exterior con apenas unos cuantos cuerpos aceptados y catalogados queda convenida en una extensión que va de las 20,000 ua a las 50,000 ua (otras fuentes la llevan a las 100,000 ua), en tanto que a la Nube de Oort interior o de Hills —de forma toroidal (anillo, rosca, argolla…)— le adjudican una amplitud variable de las 2,000 ua a las 50,000 ua, en donde a los millones de cuerpos ahí habidos con un diámetro teórico sumamente variable  acepta  1.3 kilómetros  a los pequeños, que, pese a su gran cantidad, poseen su propio espacio distante en varias decenas de kilómetros entre uno y otro. Este cúmulo de cuerpos son, para la mayoría de los teóricos, los escombros protoplanetarios. Éso postulan los teóricos, para un menos que parvulario en estos temas, sería de gran pedantería afirmar tajantemente una comprensión de tales magnitudes cuando ya en sí es un asunto arduo entender la distancia media en millones de kilómetros del Sol con respecto a Mercurio (57.9), a Venus (108.2), a  la Tierra (149.6 con la dificultosa aproximación imaginativa a nuestra Luna), a Marte (227.9), a Júpiter 778.4), a Saturno (1,426.8), a Urano (2,870.1), a Neptuno (4,498.3) y al degradado Plutón (5,906.3)como planeta enano junto con sus similares: Ceres (413.7 que le antecede en posición, ubicado en el cinturón de asteroides), Haumea (6,484.0), Makemake (6,850.0) Eris (10,210.0) y Sedna (78,668.0) cada uno con sus características y dimensiones  propias, entendido que nuestra estrella vital, el Sol, es sólo una estrella de volumen mediano con toda la complejidad de su estructura, composición  y la actividad interna en su masa.

Ante el comprensible temor al «vacío» espacial exterior, busquemos refugio en la cercana materia de lo que somos y lo que constituye nuestra realidad momentánea y la de todo «tangible» en el tiempo, tomemos el tercer párrafo del texto «La vida de las estrellas» en la página 218 de «Cosmos» de Carl Sagan (Editorial Planeta. Segunda Edición, septiembre de 1982 —edición especial para Círculo de Lectores—): “La naturaleza del átomo se entendió por primera vez en la Universidad de Cambridge en Inglaterra en los cuarenta y cinco años centrados en 1910: uno de los sistemas seguidos fue disparar contra átomos piezas de átomos y observar cómo rebotaban. Un átomo típico tiene una especie de nube de electrones en su exterior. Los electrones están cargados eléctricamente como su nombre indica. La carga se califica arbitrariamente de negativa. Los electrones determinan las propiedades químicas del átomo: el brillo del oro, la sensación fría del hierro, la estructura cristalina del diamante de carbono. El núcleo está dentro, en lo profundo del átomo, oculto muy por debajo de la nube electrones, y se compone generalmente de protones cargados positivamente y de neutrones eléctricamente neutros. Los átomos son muy pequeños: un centenar de millones de átomos puestos uno detrás de otro ocuparían una longitud igual a la punta del dedo meñique. Pero el núcleo es cien mil veces más pequeño todavía, lo que explica en cierto modo que se tardara tanto en descubrirlo. Sin embargo, la mayor parte de la masa de un átomo está en su núcleo; los electrones comparados con él no son más que nubes de pelusilla en movimiento. Los átomos son en su mayor parte espacio vacío. La material se compone principalmente de nada…»

Afuera, en distancias que imposibilitan la capacidad del ojo y la razón humana están las galaxias (sean elípticas, espirales, lenticulares, irregulares, activas, Seyfert, «Starburst», radiogalaxias… (y posiblemente  otras variables por determinar) en las cuales, los fenómenos físicos y químicos actuantes diferencian un conglomerado de otro en distancias que, para entenderlas, fijamos los humanos con una serie de dígitos que al individuo común, fuera de la perplejidad, nada le aclaran, porque están más allá de su comprensión basada en las medidas referenciales regidas por su experiencia diaria: de vivir cerca o lejos de algún punto de abastecimiento o labor, de un contacto esporádico con la naturaleza o de la casa de alguien a quien «la distancia» nos obliga a extrañar.

Gúgol en español proviene del término inglés googol, nombre aportado por el niño con nueve años de edad —Milton Sirotta— sobrino del matemático estadunidense Edward Kasner quien lo asentara en el libro «La imaginación y las matemáticas» (1949) en coautoría con James R. Newman. Para una comprensión de este número su anotación corresponde a un uno seguido por cien ceros— sin importancia real en las matemáticas, su finalidad es establecer la diferencia entre un número inimaginablemente grande y el número infinito—. Si ahora entendemos el gúgol asentado con un uno seguido por cien ceros, en su origen, la descripción era: «Un uno, seguido de ceros hasta que te canses de escribir», ya después, para quienes comprenden con cierta facilidad el concepto del gúgol aparece el gúgolplex (googolplex en inglés), cuyo valor es de un uno seguido por un gúgol de ceros, así queda explícito en el programa Cosmos (recurramos nuevamente al Capítulo 9, «La vida de las estrellas») de Carl Sagan, una larga, larguísima tira de papel extendida en las instalaciones de la Universidad de Cambridge con una continua serie de ceros escrita en una de sus caras;  para quienes buscan la exactitud en todo lo que engloba el conocimiento con respecto al Universo, aparece el gúgolduplex (en inglés googolduplex), es decir, un uno seguido de un gúgolplex de ceros, y,  por si faltara algo para el desequilibrio mental, queda la afirmación de que «gúgolduplex es uno de los números más grandes con nombre propio, no obstante el número de (Ronald) Graham es aún más grande de todos los números (denotado por ‘G’)», aún más que el número de Claude Sannon (un uno seguido de ciento veinte ceros, cifra basada en el número de partidas en el ajedrez), los números (aquí en plural) de Stanley Skewes son el resultado del estudio y aportes de matemáticos antecesores cuyas «cotas» teóricas  establecen una cifra actual (y seguramente provisional) ajena a la capacidad personal,  y el de Ronald  Moser para rematar la alucinación numérica. Así pues, el número de Graham es el número que, para nuestra sanidad mental, los físicos afirman que  «… es imposible, dadas las limitaciones del espacio y materia de nuestro universo…», todos y cada uno de los esfuerzos intelectuales antes asentados aportan un intento descriptivo para la comprensión humana y de los humano que lo deja a uno alelado.

Despejado ese impedimento para el discernimiento de un número infinito a fin de afrontar la capacidad del Universo, algunos físicos teóricos —que también entre ellos hay la sana discrepancia— aportan a la vida la inquietante realidad del Multiverso. Aún nos cuesta poner en la consciencia la incomprensible complejidad y magnitud de «nuestro» Universo y ya enfrentamos esa otra posibilidad. Son de agradecer, en esta noción del «Multiverso», las elucubraciones teóricas de Laura Mersini-Houghton, Anthony Aguirre, Seth Lloyd y Max Tegmark, manifiestas en su aparición en Wich universe are we in?, la producción de la BBC (2014-2015) dirigida por Naomi Austin, ya resulte comprobable o no su compleja idea y afirmación apasionada. Si aceptar cabalmente que los cientos de millones de neuronas en el cerebro humano superan el número de Galaxias comprendidas en el ahora finito Universo, es en sí una idea inasible ante el intento inicial para comprender qué es el tiempo y las imbricaciones materiales en el corto lapso de los 13,800 millones de años (promediadas, ajustadas las variadas opiniones que postulan desde los 10,000 millones de años a los 20,000 millones de años) transcurridos desde el desconcertante Big Bang. En ésta cifra, cada dígito por muy a la derecha que esté, por su magnitud e implicaciones nos deja perplejos.

Nuestros padres nos otorgaron la vida con grandes esperanzas para nuestra felicidad, tranquilidad y gozo correspondientes a cada etapa de la existencia. Sabíamos del número finito de años que en promedio vive el ser humano (superado con los avances en la investigación y uso de fármacos) y ya era un reto inconmensurable intentar lo más y mejor en ese tiempo insignificante con respecto al tiempo galáctico, cuando de repente el señor Albert Einstein, después de múltiples Tesis, Antítesis y Síntesis en el desarrollo de los aportes científicos, en uno de esos arrebatos afirmara tajantemente que «Dios no juega a los dados» —cuya interpretación da mucho para elucubrar— y sin mayor basamento enfrentamos el término y complejidad del Multiverso. En él, teóricamente «viven» otras expresiones de este «yo» en las que la toma de decisiones entre el «sí» o el «no» arroja una realidad diferente para enfrentar situaciones diferenciadas con la toma de decisiones ajenas. Lo exponencial de esas realidades paralelas, yo digo «sí» ante una disyuntiva en tanto usted elige el «no», con ello creamos otras realidades en otros Universos y multiplicado geométricamente por la aceptación o no debida a cada «tú», «él», «ella», la suma de decisiones de «nosotros», «ustedes» y «ellos» determina un número de Universos diferenciados en el transcurso de las vidas de todos «nosotros» en donde este «yo» termina mareado y babeante en la ignorancia. Resta sólo intentar una respuesta de lego ¿en dónde en este espacio «infinito» cabrán otros Universos y de dónde extraerán esas realidades la materia para su manifestación?

Así,  al final, todo lo anterior es sólo la manifestación semejante a un burro afortunado con una flauta o el discurso de un lorito despeinado que no lamenta sus limitaciones, porque a este burro o lorito le resulta una maravilla vivir en un espacio inconmensurable en el cual las sorpresas y dudas son asunto cotidiano que estremecen su «consciencia».  Ante ello el conflicto existencial disminuye ante lo más y lo menos, con la experiencia de lo imperceptible de la propia corporeidad y vida ante los dos universos —el macro y el micro— (o ¿multiversos?), lo de arriba y lo de abajo; lo interno y lo externo; el movimiento y el reposo, lo infinito y lo transitorio de la propia existencia que a cada instante nos sorprende con maravillas distantes y cercanas a nuestra capacidad y de la cual somos testimonio en la capacidad de entendimiento, todas esas dimensiones en las que, no obstante, encontramos el goce permanente de la duda y la mínima afirmación de ser parte de ese gran todo propuesto y desvelado mediante el factor que ordena y muestra la gran Verdad de lo que es: los números, porque todos poseemos la capacidad de proponer alguna realidad extraordinaria pero sólo quienes sufren y disfrutan el complejo y arduo discurso con los números son capaces de proponer y vislumbrar las posibilidades y probabilidades del ser múltiple en el espacio complejo por conocer y además, formularlo para su discusión.

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