N. de la R.- El presente artículo, publicado originalmente en el Semanario Mi Ambiente, el 16 de agosto de 2015, se publica en memoria de mi esposa Lupita, al cumplirse el primer aniversario de su muerte, sucedida como conclusión del Alzheimer, problema de salud que lo enfrentó durante 16 años, pero cuyas manifestaciones más críticas se tuvieron en los últimos 5 años de su vida. Escrito por el gran amigo, compañero, excelente pintor, escritor y colaborador de sitquije.com, Víctor Manuel López Wario, quien, en pocas líneas, describe una remembranza de Lupita, fue retomado, posteriormente, como contraportada del libro “Velando su sueño”, crónica en la que narro la vivencia existencial de ese periodo, vivido como cuidador principal de Lupita.


Conocí a Lupita cuando su mente regresaba lentamente hacia la infancia. Por aquellos días ella era una niña coqueta; disfrutaba y no cabía en sí con el tintineo de sus collares, el brillo de algún anillo en sus dedos y con la satisfacción ante el halago por los aretes en armonía con la vestimenta elegida para ese día.

Cambió una infancia entre la casa y el molino paterno, las ollas de barro para la venta en el mercado local de su Salvatierra —Guanajuato— natal, el sereno y dulce trato de las monjas educadoras para enfrentar una realidad diferente, fue “la maestra Lupita” que con generaciones de niños compartió la sabiduría de las letras y los números, de los hechos humanos recuperados de los libros, de la vida mínima y las cosas en el cielo, la guía escolar que enrojecía cuando alguno de sus alumnos soltara alguna “palabrota” de uso común en los difíciles barrios del Distrito Federal, donde la desesperanza es causa común, dolor cotidiano y días siempre por hacer.

La maestra Lupita dejó las aulas cuando el tiempo le dictó el retiro, cuando otras formas de enseñanza opacaron la vocación y arraigaron en sistema, cuando a la capacidad individual y el aprendizaje lo marcaron con un número igualador. No era ya su tiempo para inculcar algunos principios en favor de una convivencia quizás mejor. Los años y la juventud, la vitalidad y la esperanza quebrantadas marcaron su vida sin queja, le fijaron un “hasta aquí” en la incertidumbre de un éxito mínimo ante su esfuerzo en favor de aquellas encadenadas repeticiones de niños marcados con el estigma de la pobreza absoluta y en donde cada cual sobrevive a su manera y como puede.

Lupita es el desconcierto brutal para quienes la tratamos, es el temor enconado ante un espejo que nos preludia el derrumbe de la capacidad mental, la falla de esa parte del organismo que más preciamos: la degradación paulatina de los cien mil millones de células (o doscientos mil millones, que aún ni en ésto hay consenso) en las que confiamos y nos hacen “yo” frente al incierto y personal futuro.

En la otra vez niña Lupita venció el retroceso. Omitió todo recuerdo de su juventud, de la adultez, del matrimonio y su única maternidad, de todas y cada una de las parcas dichas y las profundas penas, regresó a la infancia sin perturbaciones, sin conciencia en la pérdida, sin el dolor de la riqueza abandonada; primero lentamente, al final de manera fulminante hasta sumergirse en la vida casi fetal: hacia la nada.

Conocí a Lupita cuando su mente regresaba lentamente hacia la infancia. Por aquellos días a la niña coqueta la acompañaba un colibrí replicado en una cartulina; disfrutaba y no cabía en sí con el tintineo de sus collares, el brillo de algún anillo en sus dedos y con la satisfacción ante el halago por los aretes en armonía con la vestimenta elegida para ese día.

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