Uróboros

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En la lengua griega, uróboros u ouroboros o uroboros (del griego ᴏᴜρоβόроϛ —de ѹгá cola y de borá, alimento—*) es un símbolo serpentino que ase su cola con el hocico para formar una estructura circular. La serpiente es el símbolo de la renovación (de la vejez abandonada al mudar de piel); es receptáculo de la sabiduría celeste y terrena, la intermediaria entre la humanidad y las deidades, el vínculo para lo alto, lo bajo y lo subterráneo. En la alquimia, la serpiente tiene la zona ventral de color verde asociado al principio de la obra, en tanto que la superior ―en color rojo― representa la consumación, el logro de la Gran Obra (Magnum Opus), la labor eterna e interminable, el continuo reinicio de la Labor, porque todo es perfectible y toda consecución es sólo una mínima parte del Gran Conjunto. Venus es la entidad celeste representativa del Portador de la Luz (Lucifer ―la serpiente―), de su nombre griego proviene el término venéreo, las enfermedades propias del intercambio sexual desenfrenado; Vesper (Héspero) es el lucero en su aparición durante las últimas horas de la tarde (de ahí vespertino), el mismo cuerpo celeste que, surgido en las primeras horas del amanecer, lleva por nombre Phosphoros. La serpiente, encarnación del bien y el mal lleva la gnosis a los humanos, la alegría y pesadumbre a los corazones de los seres creados físicamente con barro en el que pulsa un espíritu de origen superior.

Es la manifestación secuencial de la Naturaleza que unas veces queda en la imagen de la serpiente evolucionada —dragón— para ascender y bajar, girar interminablemente a fin de reencontrar su principio. El uróboros es la dualidad, lo blanco y lo negro, lo positivo y lo negativo, lo superior y lo inferior, lo complejo y lo sencillo, lo bullente y lo aquietado; el nacimiento y su culminación: la muerte. Uno de los personajes a vencer en los cuentos infantiles es el dragón, el guardián de la zona infranqueable, prohibida, accesible solamente para quien posee las cualidades y el valor para derrotar a la intimidante bestia alada, la que nos limita y aterroriza, el fantástico cuerpo de dos naturalezas —terrenal y volátil— ante el cual manifestamos nuestro temor cerval y el cual, vencido, semeja un espejo reluciente en donde aparece nuestro «Yo» interno, purificado, listo para afrontar el reinicio.

La serpiente antigua, la creatura oculta a nuestra vista en las profundidades de la Tierra (del Yo), el guardián de lo ancestral, acoge en su representación todo lo material en asociación con lo espiritual-mental habido en el inmenso Cosmos: lo verdadero y lo equivocado en la visión del ser humano. Los símbolos de la orden caballeresca de los Dracs o Dragones —surgida de la vorágine bélica, fundada el 12 de diciembre de 1408 por Segismundo de Hungría y su esposa Bárbara de Celjeson— son el uróboros y una cruz roja. Orden caballeresca que perdió su importancia aun cuando permaneció en los escudos de armas de algunas familias, entre ellas la de los Báthory (en ésta sobresale Erzsébet, «la condesa sangrienta» cuya divisa es un dragón a punto de morderse la cola y tres colmillos de jabalí, en su versión final, quedan sólo los tres dientes de jabalí en blanco sobre un fondo rojo) y la de Vlad III (príncipe de Valaquia, nacido Vlad Dráculea, conocido también como Vlad Tapes —el empalador—) de Transilvania de quien deriva el Drácula del romanticismo (Bram Stoker) para culminar el camino en búsqueda de la perfección, la personalidad a medias en el más acá en pos de la consumación en el ponderado más allá. Drac es la manifestación de los dos universos en el ser humano representados por el viejo/sabio inhibido que protege el vetusto árbol, porque sea cual sea, toda elección conlleva el abandono de una de las partes y así fundamentar el principio conceptual de lo escindido a través de la purificación perpetua.

La forma del uróboros es un entrelazamiento de la serpiente —o de dos— dentro de un rombo hipotético (dos triángulos unidos en sus bases = ∞). Este símbolo (lemniscata), creado por John Wallis en 1655 tiene aplicación en las matemáticas, la astronomía (el analema es la forma en el registro del recorrido del sol durante un año) y la filosofía, para lo infinito y lo temporal. Uno y todo, principio y fin, recreación en la autodestrucción, la noche anticipatoria del día y viceversa, trayectoria hacia la perfección en un mandala de senda interminable, la labor incesante hacia un imposible: la perfección, porque ella entraña y muestra siempre el escaño siguiente hacia la excelencia, la etapa después de la sublimación de los componentes en el ser inicia su camino cultural en la visión agrícola de la naturaleza, la trasformación de la semilla que, tras lo glacial resurge vigorosa en el ciclo cálido: rito sin fin, un imposible en nada deleznable.

En la imagen del uróboros constreñimos sin discurso la estructura soñada por August Kekulé, el trágico inicio del Universo babilónico (Marduk y Tiamat) el poder de la Creación mediante la materia en el Caos, la concepción volátil donde el uno que es el todo, la renovación y el fin temporal de lo que fue («mi fin es mi principio»), con la idea pulsante en la cabeza generamos el encadenamiento interminable de lo ignorado-conocido-ignorado-conocido-ignorado-conocido… que pasa de la aparente quietud a la agitación para establecer un nuevo principio, un inicio que no es regreso sino otro comienzo —pasado y presente en armonía y continuidad inagotable—, lo húmedo y lo seco, lo femenino y lo masculino, los opuestos en discordia y armonía: la autodestrucción, lo reconstruido…

baba

(* Don Ernesto de la Peña afirmaba que de dos personas conocedoras del griego antiguo —el clásico— la pronunciación será diferente, dado que la parte fonética es una pérdida irreparable en el trascurso de la historia.

En seguimiento de Carl G. Jung ―El hombre y sus símbolos, concebido y realizado por el médico, psiquiatra, psicólogo y escritor suizo. Paidós, con traducción de Luis Escolar Bareño, 1995― y su validez en la multiculturalidad yacente en el inconsciente colectivo, quede sólo como una propuesta para un estudio serio la bella pieza zoomorfa realizada en oro por un artista baule de Costa de Marfil —reproducida en la página 359 de Civilizaciones del Mundo, Arte y Fotografía, publicado en el año del 2009 por Scala Group, S. p. A., con textos y selección de imágenes de Ivan Bargna—. Esta figura actualmente en el Musée du quai Branly, en París, Francia, reproduce a dos cocodrilos que asen con las mandíbulas la cola del otro para crear una especie de óvalo continuo.)

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