Un hombre común

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Nada hay de especial en el porte, en el gesto, ni en la gesticulación; no le destaca el almizcle de exclusiva marca en la piel (la disciplina de un Jean -Baptiste Grenouille y colegas le pasma) ni el bordado en las prendas para tatuarse brevemente un nombre ajeno. El tono de su voz carece de poderío y los ademanes mesurados confunden el brillo en su mirada; las ideas provienen de un pasado brumoso ya sin nombres y dos o tres benefactores poco atendidos. Nada enaltece su discurso ordinario. Duda tanto antes de acentuar que ya vibran en rededor una gran suma de afirmaciones cuando él expresa el titubeante ¡sí! o el opacado ¡no! que, en la mayoría de las veces, a destiempo, queda en un suspiro.

Es un hombre reacio al poder, no determina el hacer ajeno y acepta un reguero de errores en lo que le es propio y ajeno sin tocar el concepto de santidad que le es distante. Es un tipo sólo sujetado por los rituales mínimos de la costumbre tildados —por su edad— de «manías». Si usted lo mira a los ojos encontrará un reguero de sonrisas añejas ya veladas, la opacidad de lo mucho trabajado, lo llorado a solas, el desaliento en las palabras silenciadas y una colección de canciones vacuas y destempladas.

Este ser trivial riega sus pocas macetas, atiende al canto del pájaro regocijado por el amanecer en el árbol comunitario al que regresa por las tardes tras su largo trinar con las nubes para descansar después de su vuelo por espacios vedados para el hombre común que, cuando le es posible, da de comer a los misérrimos perros de todos y a los gatos que por las noches pregonan desconsideradamente su felina y connatural lascivia.

Tal individuo compra poco y vende escasamente. La indumentaria monótona es su firma distintiva. Nada hay de especial en su palabra, quizá nos asombra de vez en cuando con alguna frase complicada en la que sintetiza una labor silenciosa y otras —con la fetidez del vómito bilioso—, opuesta al discurso vindicativo de un «encumbrado prójimo» que espera nuestra benevolencia para con su actitud estúpida y pendenciera en contra de otro semejante distante a la bendición de un dios delirante que manipula el fiel de la justicia y, ni hablar de la naturaleza animal y vegetal destruida, exterminada con la santa intención de rescatar del equívoco al infiel con el pretexto de la libertad y tolerancia, de la igualdad y coexistencia, de la fraternidad y los derechos humanos naturales a través del embudo del chauvinista. ¿Cómo reclamarle al gran señor de ceño prieto y a sus compinches —hábiles en la argumentación, sonrientes ante las cámaras, bendecidas sus palabras y hechos— la lluvia de fuego en tierras de errados?

Nada hay en su mirada que produzca atracción, el gesto del individuo común habla de la esperanza infundada y del terror encajonado en las entrañas desde la infancia. Una vez la esperanza le alisó la frente para inventarse sueños eternos donde sólo habitaban pesadumbres y anhelos pospuestos. Él, el hombre común, el relegado, al que las creaturas en el poder solicitan periódicamente una aceptación que ni siquiera les importa con implícito regaño por la puerilidad de nuestra elección «democrática», a veces, de vez en cuando y a solas, lamenta el autoengaño en la promesa social al proferir la frase que destruye la respetabilidad de quien parió a semejantes monstruos. Pero eso último tampoco posee algún valor porque, ante la repetición, también el exabrupto adquirió valor insubstancial.

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