El primero.

El bullicio terminaba unos minutos cuando Valentina ingresaba al salón de clases. Ese día vestía una especie de túnica azul un tanto alejada de las prendas medio hippie acostumbrada o el ocasional y desconcertante conjunto sastre. Me impuso el recuerdo de la reciente sesión de «Historia del Arte» impartida por la querida maestra Paulina Trejo en la cual modificaba la idea común sobre la estatuaria griega durante la época «heroica». (El trabajo en mármol no ofrecía la “verdad» de su apariencia original. Ya terminado, recibía en su superficie el colorido adecuado a la simbología de las propiedades del representado, inclusive le dotaban con pelucas y, al decir de algunos estudiosos, hasta portaban artículos de orfebrería para su adorno final. Fue siglos después, en el rescate conceptual del trabajo antiguo cuando una nueva valorización determinó la ausencia de color en su superficie y crear el gusto vigente en la «piedra de luz».)

O… con inconmensurable vulgaridad separada a la supuesta «gracia» en su precario sentido del humor que en algunos seres estalla vigorosamente en la palabrería grosera, nos sorprendió con una de sus peculiares expresiones agravada con su estruendoso y nulamente recatado vozarrón. Él era (¿es?) así, cualquier mínimo conocimiento sólo entraba en su cabeza si ofrecía apoyo a sus recurrentes gracejadas sin atender si resultaba desagradable para otro. Hay gente así, prefieren expulsar su chistorete por encima del respeto hacia otro y para sí mismo.

Por aquel entonces Valentina era más que bonita, su trato, entonación de su voz, gesticulaciones y actitud frente al tablero de dibujo le dotaban con un título superior: bella.

Uno encuentra continuamente a una mujer (sin meternos en asuntos de edad) bonita y no deja uno de gozar su presencia sino hasta que aparece otra mujer bonita que eclipsa a la primera hasta que la aparición de una tercera… de una cuarta para emborronar a la anterior, todas las cuales, al día siguiente son olvido al apreciar la presencia de una mujer bonita; a una mujer bella jamás la cubrirá el olvido (¿verdad Fosca?). Ella, por un algo más a la perfección de sus proporciones (¿1:1 o 1:1.16?), sus ademanes, su voz, visajes y gesticulaciones siempre está en presente, aunque tipos nefastos como O… enfanguen la visión con sus comentarios estultos. Años después, durante una plática con un recién conocido surgió el tema de los estudios escolares y apareció el nombre de Valentina. (Sí, aparentemente era la misma Valentina de la que hablamos.) Al parecer el futuro de Valentina no fue el que uno deseara para ella y que en mucho semejaba la suerte de la estatuaria griega clásica… En fin, dejemos aquella belleza beneficiada por el recuerdo sin la mancha impuesta por el «dicen».

El segundo.

Minutos antes del cierre de la tienda llegó el cliente. Con voz tartajeante que por el trato continuo le entendió el dependiente, puso un billete de cincuenta pesos sobre el mostrador. <<¡No! para eso no te alcanza. Si quieres, por esa cantidad te doy 3…>> (aquí citó una de las marcas de una bebida y licor ya en mezcla desde la fábrica). No entendí la respuesta sólo que el dependiente le urgió <<¿Las llevas o no? Es para lo que te alcanza.>> El cliente dijo algo más o menos entendible a una aceptación y le entregaron tres de esos botecitos con la bebida. <<Y mira, aún te queda cambio ¿En que otro lugar te tratan así?>> —añadió el dependiente para congraciarse con el cliente briago y posiblemente con quienes atestiguamos el hecho—.

—¡Asqueroso vicio!— aportó cuando aquél ya salía de la tienda.

Resulta fácil y convenenciero zaherir al hombre—hoy también a la mujer, que al fin y al cabo, para ello dogmatizamos la igualdad— que gasta hasta el último centavo en la bebida cada vez de mayor precio y menor calidad. Quien sabe de estos asuntos acepta ya con acto de reconciliación que esos tipos «perdidos» no encontrarán remedio ni mediante piadosa «juras», promesas furibundas ni recurrentes estancias en lugares «especializados» para el tratamiento del alcoholismo, ni en la parca realidad de una oferta en la sociedad.

Al final, es parte de la realidad en las personas que «una vida sin pomo no es vida», seres que son regocijantes al inicio y fastidiosos al avanzar su estado de ebriedad y cuya sabiduría —entre mayor es la ignorancia más estruendosa su intromisión y desparpajo— vence al raciocinio más o menos sólido. Siempre resulta menos comprometedor maldecir a un fracaso individual que a una forma de vida colectiva que impone satisfactores imprescindibles para «ser alguien» y es parca al proporcionar los medios para satisfacerlos.

El tipo salió de la tienda con sus tres latas de bebida y encontró rápidamente otros «simpáticos» y jocosos cofrades para disfrutar la reciente adquisición. <<¡Mañana yo pongo los míos!>> —ofreció uno de ellos—.

El tercero.

Don E… era el abuelo de Benjamín quien fuera el mejor amigo en aquella etapa de la vida infantil y de C… que agitara «esa» parte del organismo (¿cerebro, corazón, hígado?) motivo para múltiples análisis y expresiones que más con voluntad y raciocinio que las palabras no definen por corresponder a la intraducible parte sensorial que deja indefenso y agitado a quien la padece.

Don E… era ya por aquel tiempo un hombre sumamente mayor, para las costumbres de su momento, seguramente casó y engendró ya en edad avanzada lo mismo que su hija, porque la diferencia de edades entre generaciones, al menos de manera visual, era considerable de una a otra.

El patriarca vestía invariablemente un traje de charro ocre —blanco adornado profusamente los días domingo, de fiesta y patronales—, botas bien pulimentadas y un gran sombrero tipo sureño cuyas manchas de sudor denotaban el uso frecuente en el campo. El grueso cinto que rodeaba su amplio vientre dejaba ver la marca en donde alguna vez cargara la pistola correspondiente en su funda. Alguna vez —si la memoria no falla— le vi unas chaparreras gruesas y de vida aciaga. A don E…, las hijas o las nietas le sacaban a «tomar el aire» para caldearle los huesos cuando el sol no le lastimara brutalmente en el equipal su alto y ahora grueso cuerpo. Lastimosamente la vista de don E… no era la deseada, los gruesos cristales de sus pesados anteojos así lo determinaban lo mismo que la recurrente pregunta ante el <<¡Buenas tardes don E…!>> de los muchachos al pasar frente su sitial ante la puerta de su casa. <<¡Buenas sean para ti! ¿Quién eres hijo?>> Y aquí aparecía una y otra vez el encadenamiento familiar: <<«Soy fulano, el hijo de… y de…»>>

Era penosa la situación de aquel antiguo hombretón porque a veces —cosas de la edad— añadíase la mermada audición que resultaba más una confusión para quienes lo atestiguábamos y desesperación para el afectado.

Y si usted esperaba algún molesto ¡pero! aquí surge. En ocasiones aquel robusto ser, quizás al sentirse sin testigos, al constatar el paso por la acera del frente de alguna de las bellas muchachas de la región emitía de su boca desdentada un húmedo ¡fíuu, fíuu! y uno que otro comentario admirativo. Y no viene de cuento el asunto, el mismo Benjamín reía de este resplandor brotante del abuelo mientras C… miraba distraídamente hacia otro punto y yo a sus ojos.

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