La fragorosa cabellera flameante destroza la labor, acota la esperanzas y suma a sus destellos los estruendos del rayo, agrega horror al terror rugiente, eleva su cuerpo ardiente, humeante rojo-negro para desfigurar con rocas derretidas los campos y las sementeras, infama con su vómito iracundo y nauseabundo el manto de la fertilidad. Sus guedejas calcinan la obra humana, la pausada reproducción de la naturaleza, su obra es un velo denso sobre lo que fue y una cancelación estruendosa del futuro en el encadenamiento de la vertiginosa violencia ígnea.
Surgida de la forja inclemente, la sierpe aterradora signa el ciclo para caer sin piedad en un venero bullente oro-rubí, energía evadida del claustro endiablado para negar la reproducción y dejar una costra silente.
Escurriente marcha fúnebre en estallidos burbujeantes, en tremolina ponzoñosa; garra de fuego donde naufraga la piedad y el cántico fatal en ayes destrozados, enmudecida la vida, evaporada la constancia: desnudez horripilante del olvido entre turba y fetidez. Esos nueve círculos en confusión, en su derrame, no distinguen entre pecadores e inocentes, mancilla lo bajo y lo húmedo, crepita lo seco, borbotea lo inundado, cabalgan entre sus mudables, densas verrugosidades, los cuatro señores pregoneros.
Albañal bullente, inframundo en tremor, destello alucinante, hipnotizante, donde crepita la consciencia con los embates de la efervescencia demencial. Fragua ancestral, réplica del instante originario, del primer pulsar fragoroso hacia la eternidad entre fumarolas y estertores ventrales.
Escurre la destrucción en flujo incandescente, en oleadas furibundas de vorágine fatal, ensordecedora, enceguecedora, pestilente herida reabierta en donde lo presente muere, cuando el pasado será una costra informe.
Su belleza indomeñable acuna la destrucción en donde naufragan el pánico y la postrer plegaria en rostro macilento. Ante su embate claudica la fe, mezquina es la esperanza y el dolor es el mensajero de su poder destructor.
