En la cantina de «La Chinche»

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Vestía con limpieza un traje en moda abandonada hacía muchos años. La cabellera rala pedía una atención mayor al cuidado del peine que alaciaba con brillantina las predominantes canas que ya aparecían en las cejas de su rostro moreno marcado por la viruela y un reguero de paralelas y transversales pliegues.

—¡Buenas don Guillermo! ¿Estrena amigo?

—Siéntese don Joaquín. ¡No! es un sobrino, hijo de… y aquí apareció un enlistado de nombres y referencias, cruces y entrecruzamientos familiares y amistades que sólo ellos dos entendieron en cuanto a su tiempo y resultados. ¿Ahora con qué nos sorprenderá? — interrogó don Memo tras las presentaciones obligadas.

—Es algo ya antiguo que ayer bulló en la cabeza antes de dormir y me dije: Esto bien merece una copita con los amigos. Y aquí estoy.

—Bienvenido sea. ¡Hey, Chinche! Tráenos otra cerveza y una más para soltarle la lengua a don Joaquín. ¡Venga pues la historia!

El bar de «La Chinche» estaba (¿está?) en una casa antigua habilitada en cuyo patio-jardín adornado con macetas y macetones con variadas flores entre las que predominaban los helechos colocaban las mesas y sillas de lámina bajo un enlonado. En su origen era una vivienda rústica, modesta, de techumbre baja contraria a los altos techos con viguería de madera comunes de las grandes casonas del cercano centro de la población. Resultaba grata la estancia ya que, salvo alguna incursión de fastidiosa mosca ahuyentada con el humo del cigarrillo, el fresco del lugar abierto, a más de la iluminación natural, permitía el disfrute del grato aroma de un árbol de duraznos en el centro y un limonero al lado oriental de un pozo cegado. Don Joaquín dio un largo trago a la primera y fría botella —iniciaba el 2×1 en «la hora del amigo»— y con la mirada dirigida al cielo azul laguense encontró las palabras y manera de narrar su antigualla.

—Hace muchos años, más allá del momento de los abuelos, de los bisabuelos, de los tatarabuelos… bien, muchos años antes, vivió en esta población un fraile de la orden franciscana con nombre de Alfonso Orozco quien vivía —para más señas— en una de las casitas de por allá por el rumbo del Templo del Refugio.

Un amanecer recibió la solicitud para acercarle los beneficios finales a don Filomeno Centeno (algunos le dieron este nombre y por no incomodar, así lo dejamos) quien en el periodo de su enfermedad agotó vanamente los pocos haberes familiares entre doctores y medicamentos. El piadoso fraile, ante la cama del desfallecido y la doliente esposa, doña Eulalia Mendoza (algunos le dieron este nombre y por no incomodar, así lo dejamos), constató las penurias familiares en la humilde vivienda de gruesos adobes y elevó sus rezos por la situación de aquella pareja. Cerrados los ojos en profunda oración por largos minutos, repentinamente posó su mirada en uno de los muros desconchados en donde bajaba lentamente una tarántula. El fraile la tomó con delicadeza, la encerró en una cajita y pidió a doña Eulalia la llevara a la casa de empeños en donde algo le darían por el animalito. Sólo un favor pidió el fraile, que tan pronto recuperaran el equilibrio económico familiar, le regresaran el bicho para reponerlo a su vida natural.

No estará de más decir que las dudas por la salud mental del franciscano preñaron la mente de la esposa. Las continuas vigilias y ayunos del beatífico personaje eran el argumento sólido, sin embargo, acostumbrada a la obediencia y con apoyo en la afirmación colectiva de la santidad de don Alfonso, tomó la cajita con el insecto en su interior y la presentó titubeante ante el dependiente del empeño, segura de que no tardarían las burlas, ofensas, humillación y hasta el comprensible enojo por la disparatada petición.

El dependiente abrió el pequeño recipiente, miró asombrado a la señora, luego nuevamente al interior de la caja, otra vez a la señora y llamó al propietario. Llegado éste, observó el interior del estuche del que extrajo una preciosa tarántula de oro finamente trabajado y adornado con dos grandes rubíes por ojos y un reguero de diamantes diminutos que le adornaban el lomo. Todo el trabajo hablaba de un orfebre aventajado y delicado.

Así, doña Eulalia salió del local con una taleguilla llena con monedas de oro. Inmediatamente fue a la casa del doctor, cubrió el adeudo de las consultas anteriores, anticipó el correspondiente a nueva visita y compró poco después en la farmacia los medicamentos escritos en la última receta.

Al regresar a casa fray Alonso ya no estaba. Con los medicamentos y nuevas visitas del doctor, don Filomeno recobró la salud y, además, con el remanente del préstamo compraron el predio, construyeron su casa y abrieron en la accesoria una tiendita con la que beneficiaron abundantemente su economía y rápidamente subieron por la escala social.

Una tarde regresó el piadoso franciscano de un largo recorrido por las rancherías y asentamientos puestos bajo su responsabilidad. Inquirió por la salud del casi fallecido y al saber de la vitalidad recuperada y la fortuna generada a partir del préstamo, solicitó a la señora recuperara la joya para que el insecto continuara con su vida natural. Con un «mañana sí» y otro «con seguridad mañana» transcurrieron las semanas, los meses.

Nuevamente frente al matrimonio, fray Alonso recordó la promesa y por respuesta recibió únicamente el reproche que, de él, sólo recibieron una bendición, buenos deseos y que lo «otro» era asunto más con el Eterno que con creatura alguna de la tierra. Con gran tristeza abandonó el fraile la ahora residencia, pesaroso por la pérdida de aquellas dos almas a las que la riqueza ensoberbeció y borró el recuerdo de su deplorable pasado.

Poco después falleció don Filomeno —dícese que por la ponzoña de una araña—. Días después de los funerales, doña Eulalia apesadumbrada, arrepentida y llorosa fue al empeño, rescató la joya y la entregó al fraile. Éste sacó a la tarántula de oro del estuche en donde estaba depositada sobre un pequeño cojín de terciopelo encarnado y tiernamente la colocó entre los helechos de un macetón en el huerto en donde desapareció rápidamente la tarántula vuelta a la vida.

—Muy bien don Joaquín. Esa historia bien merece otra cerveza. ¡Chinche…!

—oOo—

Para honrar éso que civilizadamente denominamos «verdad», asiento que escuché la misma historia con sus variantes normales, con las correcciones y añadidos de varios narradores durante la comida en un pequeño rancho del Estado de Hidalgo, cercano a Ajacuba, obviamente los nombres son otros y la prenda a empeñar, en este caso, era una lagartija pequeña. Otra no muy alejada la relató la propietaria de una fonda muy agradable (¿«La Rosita»?) en Orizaba, Fortín de las Flores, Río Blanco u Orizaba, no recuerdo con claridad, ahí el «mezcal de pechuga» llevó la consciencia al espacio de la casi amnesia; en esta relación el animalito era una rana. La leyenda de don Joaquín fue la tercera variante en escuchar, su vigencia persiste porque algo de aquella bonhomía propia de don Memo para con los parroquianos y con el propietario («La Chinche») remite al recuerdo de aquellos momentos gratos, la cuidada dicción de don Joaquín en su narración y la abundante botana propia de un estómago mayor al propio, dan a «La tarántula del fraile» —sin menospreciar a la lagartija ni a la ranita— un valor especial. Y, aunque no sea la cantina de «La Chinche», venga una cerveza fría y ¡salud por usted, don Memo!

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