El rostro elegido

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Arregló delicadamente su cabellera para no perderla ni desordenar los bucles que sombreaban el lado izquierdo de su rostro maquillado con esmero en el que destacara el brillo de sus ojos, o acaso, con afán de lucimiento, para mostrar las manos delicadas con el adorno en las uñas barnizadas según el dictamen de la moda y un conjunto sonoro de pulseras en su muñeca derecha. Le rodeaba un halo de aroma a flores (¿quizá jazmín?) que ante mi brutal ignorancia de bases, vehículos y fijadores de aromas trasladé a su persona a manera de nombre propio, el cual por discreción nunca pregunté —por un prurito de discreción, espero— y para no escuchar una respuesta inventada bajo su voz que inicialmente confundí con un caso pertinaz de disfonía.

Por aquel tiempo me gustaba aquel bar. Llegaba una hora antes para disfrutar profunda y egoístamente del primer whisky bebido a solas sin el tableteo de la insípida simulación de charla en la que los temas de colmada superficialidad quedaron pronto agotados para transformar la sesión en sólo una costumbre insustancial al amparo del lucimiento y acostumbradas atenciones a las pasajeras conquistas.

Era un bar tranquilo esporádicamente perturbado por el escándalo del licenciado transformado en fanfarrón envalentonado con los dos o tres tragos reclamados a gritos o el lacrimoso parloteo del derrotado en el amor; a veces, alguna de las delicadas damas asistentes perdía el recato para ofrecer el rostro verdadero desvanecida la barrera de la contención. Fuera de ello, era un bar tranquilo. El sonido moderado de Arturo — polifacético pianista— permitía la plática y balanceo de las miradas en las parejas que iniciaban el rito del «¡es posible!».

El whisky ahí —sin alarde de gran conocedor—, me parecía de buena calidad y, si no, hablaba bien del esfuerzo del químico adulterador que bien merecía tener su diploma, al menos para su triunfo anónimo en tales afanes.

Fue por la quinta o séptima visita cuando «Jazmín» llegó junto a la barra para insinuar con estudiada y casi connatural languidez le invitara una copa de champagne. Me obligó a mirar en rededor para preguntarle si en aquel lugar alguna vez, en algún pasado remoto descorcharon una botella de tal bebida y si en realidad aquello que le servirían no era más que el líquido de sabor seco y dulzón cuyo nombre remitiera al lejano país norteño y lo embotellaran en alguna planta refresquera cuya patente cambió de corporación hace algunos años. Después le rechacé el ofrecimiento por no corresponder a la práctica personal mezclar la bebida y los anhelos; y fue bueno el resultado para el trato, desde entonces resultó amistoso hasta donde el término en tales espacios y circunstancias de evasión lo permite.

La mirada de «Jazmín» a veces aclarada u oscurecida, según le afectara el tema o comentario, tenía en el fondo un matiz de tristeza que ocultaba ante «sus favorecedores» para quienes fingía la alegría requerida para el apropiamiento de sus encantos que dejaban una buena cantidad de números en la nota del consumo.

Antes del acaparamiento de su atención, aceptaba un trago de lo que yo bebía sin insistir vanamente en su pretendido champagne. Hablaba de sus preocupaciones, de un pasado falseado convenientemente a la par de una familia que en más de un detalle poseía destellos de artificialidad para mostrar una cadena de hechos veraces en unión con otros fantasiosos y fascinantes. Al menos su engaño acompañaba la dejadez de quien acepta el embuste por intercambio y, para equilibrar lo anterior, «Jazmín» no carecía de eso que denominamos «cultura general» la cual mostraba de manera mesurada y sin apasionamientos, lujo de quien sabe sus limitaciones y el nivel de su instrucción. Por otra parte, ya ve, lo mío tampoco es de altos vuelos ya que apenas si rebasa ligeramente el nivel de lo general que permite no aburrir al de enfrente. Digamos pues, que el tedio no empañaba la plática.

Una tarde «Jazmín» perdió la cordura. Desde su llegada ya traía en la mirada y en la temblorina de las manos un algo de extra que nunca antes evidenciara. El mechón de su cabellera sombreaba con menos sutileza su rostro y resultaba desmesurado en la oscuridad del lado izquierdo que el maquillaje no ocultaba. Ni «Jazmín» comentó ni yo pregunté. Bebió desacostumbrada un primer whisky «doble y derecho» y desordenadamente un segundo al que no le permitió el tiempo a enfriar por los hielos arrojados casi intactos al vertedero. Su cabellera perdió un tanto su equilibrio y la ropa evidenció el nulo cuidado aplicado esa tarde en selección de texturas, contrastes y armonías, su voz poseía un tono áspero de cólera incontrolable: en contraste con el pasado reciente, esa tarde «Jazmín» era una facha. En cuanto a mí, abandoné el local temprano porque —en fin, tal cual dijera Michael Ende, «… esa es otra historia»— y perdí un día sí y los siguiente también el motivo para regresar al bar. En realidad, extrañaba el whisky ahí servido. No sé si era la temperatura, la iluminación, el trato del personal… pero el whisky sabía a lo que debe saber un buen whisky, o de menos, a lo que debiera.

—oOo—

Ayer regresé a un pasado extraño. Su ¡Hola! me apabulló. Vi el rostro que soterrara en su anhelada realidad ahora acompañado del nombre «real» que me sonaba un tanto postizo. En esa imagen no había cabellera acicalada con estudiada indiferencia ni maquillaje esmerado. Faltaba aquella lasitud y gracia de lo postizo y la alegría descaradamente fingida. Su ¡Hola! alejó de mi mano el whisky solicitado en recuerdo de «Jazmín», por el ser que decidió su vida y su placer con lo suyo y que afrentara a quienes temen encontrarse en el espejo de la diferencia. En él ya no había espejo, sorna, ni aquel desconcertante dejo de rebeldía. Había un vacío en la mirada que el tiempo y las promesas reiteradas no llenaron. En ambos vasos los hielos naufragaron en el rescoldo del whisky.

Por no dejar le pedí al sustituto de Arturo interpretara «Lola» (de Ray Davis —¡ah! esos Kinks—) con el consabido fracaso. Fue mi despedida de «Jazmín» y de aquel bar.

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